viernes, 23 de marzo de 2012

Artículo de Leonardo Boff



Maximización versus optimización

2012-03-23

Hay una ética subyacente tras la cultura productivista y consumista, hoy ampliamente en crisis por causa de la huella ecológica del planeta Tierra, cuyos límites hemos sobrepasado en un 30%. La superabundancia de bienes y servicios como hasta hace poco tenía la Tierra necesita de un año y medio para reponer lo que le extraemos durante un año. Y no parece que la furia consumista esté disminuyendo. Al contrario, el sistema vigente, para salvarse, incentiva más y más el consumo que, a su vez, requiere más y más producción que acaba estresando todavía más todos los ecosistemas y al planeta como un todo.
La ética que preside este modo de vivir es la de la maximización de todo  lo que hacemos: maximizar la construcción de fábricas, de carreteras, de coches, de combustibles, de ordenadores, de teléfonos móviles; maximizar programas de entretenimiento, novelas, cursos, reciclajes, producción intelectual y científica. La producción no puede parar, de lo contrario ocurriría un colapso en el consumo y en el empleo. En el fondo es siempre más de lo mismo y sin el sentido de los límites soportables por la naturaleza.
Imitando a Nietzsche preguntamos: ¿cuánta maximización aguanta el estómago físico y espiritual humano? Se llega a un punto de saturación cuyo efecto directo es el vacío existencial. Se descubre que la felicidad humana no está en maximizar, ni en engordar la cuenta bancaria, ni en el número de bienes en la cesta de los productos consumibles. El hecho es que el ser humano tiene otras hambres: de comunicación, de solidaridad, de amor, de trascendencia, entre otras. Éstas, por su naturaleza, son insaciables, pues pueden crecer y diversificarse indefinidamente. En ellas se esconde el secreto de la felicidad. Pero en palabras del filósofo Ludwig Wittgenstein citando a San Agustín: «hemos tenido que construir caminos tormentosos por los cuales hemos sido obligados a transitar con multiplicados cansancios y sufrimientos impuestos a los hijos e hijas de Adán y Eva».
Lógicamente necesitamos cierta cantidad de alimentos para mantener la  vida. Pero los alimentos excesivos, maximizados, causan obesidad y enfermedades. Los países ricos maximizaron de tal manera la oferta de medios de vida y la infraestructura material que destruyeron sus bosques  (Europa sólo conserva el 0.1% de sus bosques originales), destruyeron ecosistemas y gran parte de la biodiversidad además de gestar perversas desigualdades entre ricos y pobres.
Debemos caminar en dirección a una ética diferente, la de la optimización. Ella se funda en una concepción sistémica de la naturaleza  y de la vida. Todos los sistemas vivos procuran optimizar las relaciones que sostienen la vida. El sistema busca un equilibrio dinámico, aprovechando todos los ingredientes de la naturaleza, sin producir residuos, optimizando la calidad e incluyendo a todos. En la esfera humana, esta optimización presupone el sentido de autolimitación y la búsqueda de la justa medida. La base material sobria y decente posibilita el desarrollo de algunos materiales que son los bienes del espíritu, como la solidaridad hacia los más vulnerables, la compasión, el amor que deshace los mecanismos de agresividad, supera los preceptos y no permite que las diferencias sean tratadas como desigualdades.
Tal vez la crisis actual del capital material, siempre limitado, nos enseñe a vivir a partir del capital humano y espiritual, siempre ilimitado y abierto nuevas expresiones. Él nos posibilita tener experiencias espirituales de celebración del misterio de la existencia y de gratitud por nuestro lugar en el conjunto de los seres. Con esto maximizamos nuestras potencialidades latentes, aquellas que guardan el secreto de la plenitud, tan ansiada.

miércoles, 21 de marzo de 2012

5to. domingo de Cuaresma



5 Cuaresma (B) Juan 12, 20-33
EL ATRACTIVO DE JESÚS
JOSÉ ANTONIO PAGOLA, vgentza@euskalnet.net
SAN SEBASTIÁN (GUIPUZCOA).

ECLESALIA21/03/12.- Unos peregrinos griegos que han venido a celebrar la Pascua de los judíos se acercan a Felipe con una petición: «Queremos ver a Jesús». No es curiosidad. Es un deseo profundo de conocer el misterio que se encierra en aquel hombre de Dios. También a ellos les puede hacer bien.
A Jesús se le ve preocupado. Dentro de unos días será crucificado. Cuando le comunican el deseo de los peregrinos griegos, pronuncia unas palabras desconcertantes: «Llega la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre». Cuando sea crucificado, todos podrán ver con claridad dónde está su verdadera grandeza y su gloria.
Probablemente nadie le ha entendido nada. Pero Jesús, pensando en la forma de muerte que le espera, insiste: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». ¿Qué es lo que se esconde en el crucificado para que tenga ese poder de atracción? Sólo una cosa: su amor increíble a todos.
El amor es invisible. Sólo lo podemos ver en los gestos, los signos y la entrega de quien nos quiere bien. Por eso, en Jesús crucificado, en su vida entregada hasta la muerte, podemos percibir el amor insondable de Dios. En realidad, sólo empezamos a ser cristianos cuando nos sentimos atraídos por Jesús. Sólo empezamos a entender algo de la fe cuando nos sentimos amados por Dios.
Para explicar la fuerza que se encierra en su muerte en la cruz, Jesús emplea una imagen sencilla que todos podemos entender: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». Si el grano muere, germina y hace brotar la vida, pero si se encierra en su pequeña envoltura y guarda para sí su energía vital, permanece estéril.
Esta bella imagen nos descubre una ley que atraviesa misteriosamente la vida entera. No es una norma moral. No es una ley impuesta por la religión. Es la dinámica que hace fecunda la vida de quien sufre movido por el amor. Es una idea repetida por Jesús en diversas ocasiones: Quien se agarra egoístamente a su vida, la echa a perder; quien sabe entregarla con generosidad genera más vida.
No es difícil comprobarlo. Quien vive exclusivamente para su bienestar, su dinero, su éxito o seguridad, termina viviendo una vida mediocre y estéril: su paso por este mundo no hace la vida más humana. Quien se arriesga a vivir en actitud abierta y generosa, difunde vida, irradia alegría, ayuda a vivir. No hay una manera más apasionante de vivir que hacer la vida de los demás más humana y llevadera. ¿Cómo podremos seguir a Jesús si no nos sentimos atraídos por su estilo de vida?

domingo, 18 de marzo de 2012

DOMINGO IV DE CUARESMA 2012


Domingo IV de Cuaresma
18 marzo 2012

  Evangelio de Juan 3, 14-21
       

         En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo:
         ¾ Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
         Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.
         Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
         El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
         Ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas.
         Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.
         En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.

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CRUZ Y SALVACIÓN, MÁS ALLÁ DEL MITO


         Para el pueblo judío, la imagen de la serpiente recordaba, a la vez, las quejas del pueblo y la misericordia de Yhwh. Tal como se narra en el Libro de los Números (21,4-9), ante la dureza de la marcha a través del desierto, el pueblo empezó a murmurar contra Moisés y contra Yhwh, que envió serpientes venenosas cuya mordedura les provocaba la muerte. Tras el arrepentimiento y la intercesión de Moisés, éste recibió el encargo de colocar una serpiente de bronce sobre un asta: bastaba mirarla, para quedar curado del veneno mortal.
         Se trata, evidentemente, de un relato mítico, que solo puede ser aceptado literalmente desde una conciencia mítica, como la que tiene el niño entre los 3 y 7 años, o la que vivió la humanidad entre, aproximadamente, los años 10.000 y 1.000 antes de nuestra era.
         Es obvio que también, en la actualidad, pervive la conciencia mítica en no pocas mentes humanas: eso explica que, tanto en el nivel de la religión como en el de los nacionalismos, se mantengan creencias que, vistas desde otro nivel (simplemente, el “racional”), parezcan cuentos de niños.
         Particularmente en el campo de la religión, es más fácil quedar anclados en ese nivel de conciencia –aunque la misma persona, en otros sectores de su vida, pueda tener actitudes postmodernas-, debido al hecho de que los textos sagrados se han entendido literalmente, como si en su misma formulación hubieran caído del cielo, revelados por Dios.
         A partir de ese concepto de “revelación”, centrado en el literalismo, el creyente no se atreve a reconocer el carácter histórico, condicionado y, por tanto, relativo de esos textos, por lo que los sigue repitiendo de una manera mecánica, sin el menor cuestionamiento. Quizás inconscientemente, en este terreno, está renunciando a hacer uso de una consciencia más ampliada, que le proporcionaría otra lectura más adecuada y, por ello mismo, liberadora.

         Pero en el tema concreto que nos ocupa, hay más: una idea mágica de la salvación que marcaría dolorosamente la conciencia colectiva cristiana durante más de un milenio.
         Una vez más, se trata de un determinado tipo de lectura, desde un determinado nivel de consciencia. Así como el pueblo judío pudo creer que bastaba mirar a una serpiente de bronce para quedar curado de la mordedura venenosa, de un modo similar, durante siglos, muchos cristianos pensaron que la salvación venía producida por la muerte de Jesús en la cruz.
         Quiero insistir en el hecho de que, mientras alguien se halla en ese nivel de conciencia, tal lectura es asumida sin dificultad. Lo cual no quiere decir que no contenga consecuencias sumamente peligrosas, entre las que habría que apuntar las siguientes:
  • imagen de un dios ofendido y vengativo hasta el extremo;
  • idea de un intervencionismo divino, arbitrario y desde “fuera”;
  • idea de una pecaminosidad universal, previa incluso a cualquier decisión personal (creencia en el “pecado original”);
  • instauración de un sentimiento de culpabilidad, hasta alcanzar límites patológicos;
  • creencia en una salvación “mágica”, producida desde el exterior.
         Estas consecuencias parecen inevitables cuando se hace una lectura literalista de determinados textos bíblicos, incluido el que hoy leemos, al comparar la cruz de Jesús con la serpiente del desierto. Con tal lectura, se dejan sentadas las bases de toda la “doctrina de la expiación”.
Sin embargo, es posible otra lectura que, reconociendo el carácter “situado” y, por tanto, inevitablemente relativo de los textos sagrados, accede a un nivel de mayor comprensión y libera al creyente de tener que seguir aferrado a un pensamiento mágico o mítico, que por la propia evolución de la consciencia le resulta ya, no solo insostenible, sino perjudicial.
Desde esta nueva lectura, el cristiano sigue fijando su mirada en Jesús, y en Jesús crucificado. Pero ya no es una mirada infantil ni infantilizante. Ahora ve en Jesús y en su destino –provocado por la injusticia de la autoridad de turno- lo que es el paradigma de una vida completamente realizada: fiel y entregada hasta el final. Por ese motivo, el hecho de “mirar la cruz” empieza a ser ya salvador: nos hace descubrir en qué consiste ser persona.
Pero no se trata solo de una mirada “externa”, que podría desembocar, en el mejor de los casos, en una conducta imitativa, que no dejaría de ser alienante. Desde una consciencia transpersonal y desde el modelo no-dual de conocer, la lectura se ve enriquecida hasta el extremo.
Al ver a Jesús, nos estamos viendo a nosotros mismos. Al acceder a una perspectiva no-dual, nos queda claro que no hay nada separado de nada. En nuestras diferencias aparentes, se está mostrando la naturaleza común que nos identifica. De un modo semejante a como, en cada una de las olas, “toma forma” la única agua que a todas las constituye.
Desde esta nueva perspectiva, Jesús no es un “mago” que nos salvara desde fuera; tampoco es un “ser celestial separado” diferente de nosotros. Es lo que somos todos…, aunque sigamos sin atrevernos a reconocerlo.
En él se ha mostrado de una manera exquisita la maravilla de lo Real. Por eso, podemos nombrarlo como Manifestación de Lo que es y Expresión de lo que somos. Al mirarlo a él, lo primero que nace no es un deseo de “imitación”, sino un reconocimiento de nuestra más profunda identidad.
De un modo similar, la salvación no consiste en quedar liberados, por obra de una “expiación” exterior, de una culpabilidad ancestral que se arrastraría desde el comienzo de la especie humana (aunque quedaría sin precisar el momento exacto en que el homínido dejó de ser primate y empezó su andadura de “homo sapiens sapiens”).
No hubo tal cosa como un “pecado original” –en el sentido moralizante en que lo entendió la tradición-, que habría de culpabilizar a toda la humanidad que entró en contacto con esa creencia. Lo que hubo –y sigue habiendo- es una gran inconsciencia, que se traduce en ignorancia radical de quienes somos, y que se plasma en comportamientos  que generan sufrimiento para uno mismo y para los demás.
Esa es la “tiniebla” de que habla el texto. Y, por contraste, la “luz” de que tanta necesidad tenemos, y que los cristianos vemos resplandecer en Jesús de Nazaret.
En eso consiste la “salvación”: en acercarnos a la “luz”, para reconocer nuestra verdadera identidad –el “agua” que constituye nuestra “forma transitoria” de “olas”- y, de ese modo, salir de la ignorancia que nos mantiene confundidos y atrapados en un laberinto de sufrimiento.