miércoles, 30 de marzo de 2016

CATEQUESIS DEL PAPA FRANCISCO SOBRE LA MISERICORDIA Y EL PERDÓN

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Terminamos hoy las catequesis sobre la misericordia en el Antiguo Testamento, y lo hacemos meditando el Salmo 51, llamado Miserere. Se trata de una oración penitencial en la cual la súplica de perdón es precedida por la confesión de la culpa y en la cual el orante, dejándose purificar por el amor del Señor, se convierte en una nueva creatura, capaz de obediencia, de firmeza de espíritu, y de alabanza sincera.
El “título” que la antigua tradición hebrea ha puesto a este Salmo hace referencia al rey David y a su pecado con Betsabé, la mujer de Urías el Hitita. Conocemos bien los hechos. El rey David, llamado por Dios a pastorear el pueblo y a guiarlo por caminos de obediencia a la Ley divina, traiciona su propia misión y, después de haber cometido adulterio con Betsabé, hace asesinar al marido. ¡Un horrible pecado! El profeta Natán le revela su culpa y lo ayuda a reconocerlo. Es el momento de la reconciliación con Dios, en la confesión del propio pecado. ¡Y en esto David ha sido humilde, ha sido grande!
Quien ora con este Salmo está invitado a tener los mismos sentimientos de arrepentimiento y de confianza en Dios que tuvo David cuando se había arrepentido y, a pesar de ser rey, se ha humillado si tener temor de confesar su culpa y mostrar su propia miseria al Señor, pero convencido de la certeza de su misericordia. ¡Y no era un pecado, una pequeña mentira, aquello que había hecho; había cometido adulterio y un asesinato!
El Salmo inicia con estas palabras de súplica: «¡Ten piedad de mí, oh Dios, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! – se siente pecador – ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado!» (vv. 3-4).
La invocación está dirigida al Dios de misericordia porque, movido por un amor grande como aquel de un padre o de una madre, tenga piedad, es decir, haga gracia, muestre su favor con benevolencia y comprensión. Es un llamado a Dios, el único que puede liberar del pecado. Son usadas imágenes muy plásticas: borra, lávame, purifícame. Se manifiesta, en esta oración, la verdadera necesidad del hombre: la única cosa de la cual tenemos verdaderamente necesidad en nuestra vida es aquella de ser perdonados, liberados del mal y de sus consecuencias de muerte. Lamentablemente, la vida nos hace experimentar muchas veces estas situaciones; y sobre todo en ellas debemos confiar en la misericordia. Dios es más grande de nuestro pecado. No olvidemos esto: Dios es más grande de nuestro pecado. “Padre yo no lo sé decir, he cometido tantos graves, tantos” Dios es más grande de todos los pecados que nosotros podamos cometer. Dios es más grande de nuestro pecado. ¿Lo decimos juntos? Todos. “¡Dios – todos juntos – es más grande de nuestro pecado! Una vez más: “Dios es más grande nuestro pecado”. Una vez más: “Dios es más grande nuestro pecado”. Y su amor es un océano en el cual podemos sumergirnos sin miedo de ser superados: perdonar para Dios significa darnos la certeza que Él no nos abandona jamás. Cualquier cosa podamos reclamarnos, Él es todavía y siempre más grande de todo (Cfr. 1 Jn 3,20) porque Dios es más grande de nuestro pecado..
En este sentido, quien ora con este Salmo busca el perdón, confiesa su propia culpa, pero reconociéndola celebra la justicia y la santidad de Dios. Y luego pide todavía gracia y misericordia. El salmista confía en la bondad de Dios, sabe que el perdón divino es sumamente eficaz, porque crea lo que dice. No esconde el pecado, sino lo destruye y lo borra; pero lo borra desde la raíz no como hacen en la tintorería cuando llevamos un vestido y borran la mancha. ¡No! Dios borra nuestro pecado desde la raíz, ¡todo! Por eso el penitente se hace puro, toda mancha es eliminada y él ahora es más blanco que la nieve incontaminada. Todos nosotros somos pecadores. ¿Y esto es verdad? Si alguno de ustedes no se siente pecador que alce la mano. Ninguno, ¡eh! Todos lo somos.
Nosotros pecadores, con el perdón, nos hacemos creaturas nuevas, rebosantes de espíritu y llenos de alegría. Ahora una nueva realidad comienza para nosotros: un nuevo corazón, un nuevo espíritu, una nueva vida. Nosotros, pecadores perdonados, que hemos recibido la gracia divina, podemos incluso enseñar a los demás a no pecar más. “Pero Padre, yo soy débil: yo caigo, caigo”, ¡pero si tú caes, levántate! Cuando un niño cae, ¿Qué hace? Levanta la mano a la mamá, al papá para que lo levanten. Hagamos lo mismo. Si tú caes por debilidad en el pecado, levanta la mano: el Señor la toma y te ayudará a levantarte. Esta es la dignidad del perdón de Dios. La dignidad que nos da el perdón de Dios es aquella de levantarnos, ponernos siempre de pie, porque Él ha creado al hombre y a la mujer para estar en pie.
Dice el Salmista: «Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu. […] Yo enseñaré tu camino a los impíos y los pecadores volverán a ti» (vv. 12.15).
Queridos hermanos y hermanas, el perdón de Dios es aquello de lo cual todos tenemos necesidad, y es el signo más grande de su misericordia. Un don que todo pecador perdonado es llamado a compartir con cada hermano y hermana que encuentra. Todos aquellos que el Señor nos ha puesto a lado, los familiares, los amigos, los compañeros, los parroquianos… todos son, como nosotros, necesitados de la misericordia de Dios. Es bello ser perdonados, pero también tú, si quieres ser perdonado, perdona también tú. ¡Perdona! Nos conceda el Señor, por intercesión de María, Madre de misericordia, ser testigos de su perdón, que purifica el corazón y transforma la vida. Gracias.

sábado, 26 de marzo de 2016

DÓNDE BUSCAR AL QUE VIVE?

La fe en Jesús, resucitado por el Padre, no brotó de manera natural y espontánea en el corazón de los discípulos.  Antes de encontrarse con él, lleno de vida, los evangelistas hablan de su desorientación, su búsqueda en torno al sepulcro, sus interrogantes e incertidumbres.
María de Magdala es el mejor prototipo de lo que acontece probablemente en todos. Según el relato de Juan, busca al crucificado en medio de tinieblas, «cuando aún estaba oscuro». Como es natural, lo busca «en el sepulcro». Todavía no sabe que la muerte ha sido vencida. Por eso, el vacío del sepulcro la deja desconcertada. Sin Jesús, se siente perdida.
Los otros evangelistas recogen otra tradición que describe la búsqueda de todo el grupo de mujeres. No pueden olvidar al Maestro que las ha acogido como discípulas: su amor las lleva hasta el sepulcro. No encuentran allí a Jesús, pero escuchan el mensaje que les indica hacia dónde han de orientar su búsqueda: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado».
La fe en Cristo resucitado no nace tampoco hoy en nosotros de forma espontánea, solo porque lo hemos escuchado desde niños a catequistas y predicadores. Para abrirnos a la fe en la resurrección de Jesús, hemos de hacer nuestro propio recorrido. Es decisivo no olvidar a Jesús, amarlo con pasión y buscarlo con todas nuestras fuerzas, pero no en el mundo de los muertos. Al que vive hay que buscarlo donde hay vida.
Si queremos encontrarnos con Cristo resucitado, lleno de vida y de fuerza creadora, lo hemos de buscar, no en una religión muerta, reducida al cumplimiento y la observancia externa de leyes y normas, sino allí donde se vive según el Espíritu de Jesús, acogido con fe, con amor y con responsabilidad por sus seguidores.
Lo hemos de buscar, no entre cristianos divididos y enfrentados en luchas estériles, vacías de amor a Jesús y de pasión por el Evangelio, sino allí donde vamos construyendo comunidades que ponen a Cristo en su centro porque, saben que «donde están reunidos dos o tres en su nombre, allí está él».
Al que vive no lo encontraremos en una fe estancada y rutinaria, gastada por toda clase de tópicos y fórmulas vacías de experiencia, sino buscando una calidad nueva en nuestra relación con él y en nuestra identificación con su proyecto. Un Jesús apagado e inerte, que no enamora ni seduce, que no toca los corazones ni contagia su libertad, es un «Jesús muerto». No es el Cristo vivo, resucitado por el Padre. No es el que vive y hace vivir.

José Antonio Pagola

viernes, 18 de marzo de 2016

CONFERENCIA SOBRE LA ENCÍCLICA LAUDATO SI

http://feadulta.com/es/effa/94-secc4cat/3175-secc4col9.html

Si aún no la leíste esta es una buena oportunidad para conocer la Encíclica y luego profundizar en los capítulos que más te hayan impactado. Si ya lo hiciste, es una nueva mirada que puede ayudar a comprender algunos aspectos.

La conferencia dura una hora más o menos.

DIOS CRUCIFICADO NOS PONE FRENTE A TODOS LOS CRUCIFICADOS

Lc 22, 14 - 23, 56
Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado sobre la colina del Gólgota se burlaban de él y, riéndose de su impotencia, le decían: «Si eres Hijo de Dios, bájate de la cruz». Jesús no responde a la provocación. Su respuesta es un silencio cargado de misterio. Precisamente porque es Hijo de Dios permanecerá en la cruz hasta su muerte.
Las preguntas son inevitables: ¿Cómo es posible creer en un Dios crucificado por los hombres? ¿Nos damos cuenta de lo que estamos diciendo? ¿Qué hace Dios en una cruz? ¿Cómo puede subsistir una religión fundada en una concepción tan absurda de Dios?
Un «Dios crucificado» constituye una revolución y un escándalo que nos obliga a cuestionar todas las ideas que los humanos nos hacemos de un Dios al que supuestamente conocemos. El Crucificado no tiene el rostro ni los rasgos que las religiones atribuyen al Ser Supremo.
El «Dios crucificado» no es un ser omnipotente y majestuoso, inmutable y feliz, ajeno al sufrimiento de los humanos, sino un Dios impotente y humillado que sufre con nosotros el dolor, la angustia y hasta la misma muerte. Con la Cruz, o termina nuestra fe en Dios, o nos abrimos a una comprensión nueva y sorprendente de un Dios que, encarnado en nuestro sufrimiento, nos ama de manera increíble.
Ante el Crucificado empezamos a intuir que Dios, en su último misterio, es alguien que sufre con nosotros. Nuestra miseria le afecta. Nuestro sufrimiento le salpica. No existe un Dios cuya vida transcurre, por decirlo así, al margen de nuestras penas, lágrimas y desgracias. Él está en todos los Calvarios de nuestro mundo.
Este «Dios crucificado» no permite una fe frívola y egoísta en un Dios omnipotente al servicio de nuestros caprichos y pretensiones. Este Dios nos pone mirando hacia el sufrimiento, el abandono y el desamparo de tantas víctimas de la injusticia y de las desgracias. Con este Dios nos encontramos cuando nos acercamos al sufrimiento de cualquier crucificado.
Los cristianos seguimos dando toda clase de rodeos para no toparnos con el «Dios crucificado». Hemos aprendido, incluso, a levantar nuestra mirada hacia la Cruz del Señor, desviándola de los crucificados que están ante nuestros ojos. Sin embargo, la manera más auténtica de celebrar la Pasión del Señor es reavivar nuestra compasión. Sin esto, se diluye nuestra fe en el «Dios crucificado» y se abre la puerta a toda clase de manipulaciones. Que nuestro beso al Crucificado nos ponga siempre mirando hacia quienes, cerca o lejos de nosotros, viven sufriendo.

José Antonio Pagola

ENTENDER LA MERTE-RESURRECCIÓN


La celebración de la Semana Santa –más allá de las formas de expresión que ha ido adoptando a lo largo de siglos– pivota en torno al misterio central de la existencia humana, tal como aparece en el mundo manifiesto: el movimiento de muerte-resurrección: todo lo que ha nacido, morirá; y solo la muerte permite un nuevo nacimiento, porque –como decía Jesús- “si el grano de trigo no muere, no puede dar fruto” (Jn 12,24).
De ese acontecimiento –como de cualquier otro–, caben varias lecturas.
En un plano mítico, se hacía fundamentalmente en clave expiatoria: la muerte de Jesús en la cruz es el medio querido por Dios para expiar nuestros pecados –fundamentalmente, el “pecado original”- y, de ese modo, recuperar la amistad divina. En esta perspectiva, Jesús es el “enviado celeste” que entrega su vida para salvar a toda la humanidad.
En el plano histórico, la cruz es consecuencia del poder despótico, religioso y político, capaz de eliminar a una persona inocente porque, sencillamente, les molestaba. Jesús asume la cruz como consecuencia de la fidelidad a su propio mensaje y la vive en actitud de entrega amorosa.
En un plano ético, La cruz proclama el compromiso de luchar por la justicia, poniéndonos, amorosa y eficazmente, del lado de los crucificados. Es lo que vimos en la persona de Jesús, cuya existencia estuvo marcada por la compasión y la predilección por los últimos.
En el plano simbólico o profundo, pueden apreciarse diversos significados. Por un lado, habla de aquel misterio central al que me refería más arriba, y que nos atraviesa constantemente: muerte y resurrección son las dos caras de la misma realidad aparente. En todo momento, de una manera consciente o no, estamos muriendo y resucitando: desde las células de nuestro organismo hasta nuestras ideas, todo se halla en proceso de constante cambio. El cambio constituye, de hecho, la ley que rige el mundo de las formas.
En segundo lugar, la cruz –así leída- es una invitación a vivir la muerte –cualquier muerte- de tal manera que sea oportunidad para que germine la vida en una nueva resurrección. Y eso ocurre cuando asumimos el cambio desde la consciencia de lo que somos, en aceptación lúcida y en coherencia con el fluir de la propia Vida que en él se manifiesta.
En tercer lugar, la cruz es símbolo de “muerte del yo”: cuando el yo es “crucificado”, se abre camino la “resurrección” a nuestra verdadera identidad. No se trata, ciertamente, de actuar contra el yo, sino de dejar de identificarnos con él y vivir como si él constituyera nuestra identidad.
Es aquí donde se aclara la paradoja, al comprender que tanto la muerte como la resurrección son solo formas complementarias que emergen de aquella Realidad profunda que transciende y, por eso, resuelve toda paradoja: no somos ninguna de las formas que cambian, sino Aquello previo a todo cambio, en cuyo seno se produce el despliegue cambiante de la historia y de los acontecimientos.
Como dijera Jesús, lo que somos es no-nacido –“antes de que Abraham naciese, Yo soy” (Jn 8,58)- y es uno con la Fuente: “El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30). Por eso, “quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9).
La cruz constituye, por tanto, una invitación a reconocer las dos caras de lo manifiesto –siempre en proceso de nacer y morir y volver a nacer-, abrazadas en la No-dualidad de lo que es. Y percibir esa doble realidad en nosotros mismos, que en cada momento estamos también naciendo-muriendo, pero que, al mismo tiempo, somos lo no-nacido, Aquello que, sencillamente, es.
Nos percibimos como una paradoja, pero somos la totalidad. Nos experimentamos como individuos limitados y temporales, sometidos al nacimiento y a la muerte, pero nuestra verdadera naturaleza es la plenitud infinita y eterna; nos experimentamos llenos de sombras y de sufrimiento, pero nuestra identidad última es gozo luminoso.
Y no se trata de una “creencia” más en la que el yo buscara consuelo, sino de la certeza que se nos regala cuando aprendemos a acallar la mente separadora y conectamos con el “conocimiento silencioso” en el que saboreamos Aquello que somos.

Enrique Martínez Lozano

sábado, 5 de marzo de 2016

EL PAPA FRANCISCO NOS MUESTRA EL VERDADERO CAMINO DE JESUS

El Papa Francisco recupera el buen sentido de Jesús

04/03/2016

El eje que estructura los discursos del Papa Francisco no son las doctrinas y los dogmas de la Iglesia católica. No es que no las aprecie, sabe que son elaboraciones teológicas creadas en diferentes momentos de la historia. Ellas provocaron guerras de religión, cismas, excomuniones, quema de teólogos y mujeres (como Juana de Arco y las que consideraban brujas) en la hoguera de la inquisición. Esto duró varios siglos y el autor de estas líneas tuvo una amarga experiencia en el cubículo donde se interrogaba a los acusados en el adusto edificio de la ex-Inquisición, situado a la izquierda de la basílica de San Pedro.

El Papa Francisco está revolucionando el pensamiento de la Iglesia remitiéndose a la práctica del Jesús histórico. Él recupera lo que hoy en día se llama “la Tradición de Jesús” que es anterior a los evangelios actuales, escritos 30-40 años después de su ejecución en la cruz. La Tradición de Jesús o también, como se llama en los Hechos de los Apóstoles “el camino de Jesús”, se funda más en valores e ideales que en doctrinas. Son esenciales el amor incondicional, la misericordia, el perdón, la justicia y la preferencia por los pobres y marginados y la total apertura a Dios Padre. Jesús, a decir verdad, no pretendió fundar una nueva religión. Él quiso enseñarnos a vivir. A vivir con fraternidad, solidaridad y cuidado de unos a otros.

Lo que más resalta en Jesús es su buen sentido. Decimos que alguien tiene buen sentido cuando tiene la palabra oportuna para cada situación, un comportamiento adecuado y cuando atina rápidamente con el meollo de la cuestión. El buen sentido está ligado a la sabiduría concreta de la vida. Es distinguir lo esencial de lo secundario. Es la capacidad de ver y de poner las cosas en su debido lugar. El buen sentido es lo opuesto a la exageración. Por eso, el loco y el genio que en muchos puntos se aproximan, se distinguen aquí fundamentalmente. El genio es aquel que radicaliza el buen sentido. El loco radicaliza la exageración.

Jesús, como nos dan testimonio los evangelios, se manifestó como un genio del buen sentido. Un frescor sin analogías atraviesa todo lo que dice y hace. Dios en su bondad, el ser humano con su fragilidad, la sociedad con sus contradicciones y la naturaleza con su esplendor aparecen con una inmediatez cristalina. No hace teología ni apela a principios morales superiores. Ni se pierde en una casuística tediosa y sin corazón. Sus palabras y actitudes muerden de lleno en lo concreto donde la realidad sangra y debe tomar una decisión ante sí mismo y ante Dios.

Sus amonestaciones son incisivas y directas: “reconcíliate con tu hermano” (Mt 5,24). “No juréis de ninguna manera” (Mt 5, 34). “No resistáis a los malos y, si alguien te abofetea la mejilla derecha, muéstrale también la otra” (Mt 5, 39). Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen” (Mt 5, 34). “Cuando des limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que da tu derecha” (Mt 6, 3).

Este buen sentido le ha faltado a la Iglesia institucional (papas, obispos y curas), no a la Iglesia de la base, especialmente en cuestiones morales. Aquí es dura e implacable. Las personas con su dolor son sacrificadas a los principios abstractos. Se rige antes por el poder que por la misericordia. Y los santos y sabios nos advierten: donde impera el poder, se desvanece el amor y desaparece la misericordia.

Qué diferente es el Papa Francisco. La cualidad principal de Dios, nos dice, es la misericordia. A menudo repite: “Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso” (Lc 6, 36). Y explica el sentido etimológico de la misericordia: miseris cor dare: «dar el corazón a los míseros», a los que padecen. En la charla del Ángelus del 6 de abril de 2014 dijo con voz alterada: «Escuchad bien: no existe límite alguno para la misericordia divina ofrecida a todos». Y pide a la muchedumbre que repita con él: «No existe ningún límite para la misericordia divina ofrecida a todos».

Como un teólogo nos recuerda que Santo Tomás de Aquino afirma que, en lo que se refiere a la práctica, la misericordia es la mayor de las virtudes «porque se derrama hacia los otros y además los socorre en sus debilidades».

Lleno de misericordia ante los peligros de la epidemia de virus Zika abre espacio al uso de anticonceptivos. Se trata de salvar vidas: «evitar el embarazo no es un mal absoluto», dijo en su visita a México en febrero de este año. A los nuevos cardenales les dice con todas las palabras: «La Iglesia no condena para siempre. El castigo del infierno con el cual atormentaba a los fieles no es eterno». Dios es un misterio de inclusión y de comunión, nunca de exclusión. La misericordia siempre triunfa.

Esto significa que tenemos que interpretar las referencias de la Biblia al infierno no fundamentalísticamente, sino pedagógicamente, como una forma de llevarnos a hacer el bien. Lógicamente no se entra de cualquier manera en el Reino de la Trinidad. Hay que pasar por la clínica purificadora de Dios hasta irrumpir, purificados, dentro de la eternidad bienaventurada.

Tal mensaje es verdaderamente liberador. Y confirma su exhortación apostólica “La alegría del Evangelio”. Esta alegría es ofrecida a todos, también a los no cristianos, porque es un camino de humanización y de liberación.

* Leonardo Boff es articulista del JB online y escribió:” Los derechos del corazón”, Paulus 2016.
Traducción de MJ Gavito Milano

miércoles, 2 de marzo de 2016

SI NO TE INTERESA CAMBIAR NADA, ENTONCES NO LEAS ESTO

DECONSTRUIR PARA RECONSTRUIR

Solo unos “apuntes” escuetos, resumidos, hipersintetizados… para abrir boca en estos tiempos líquidos.
Sin complicarnos demasiado la existencia. Nada más que observarnos y observar: Nosotros cambiamos en todos los sistemas biológicos y niveles de personalidad. Sin prisas, pero sin pausas. Lo/los demás cambian a su vez. La evolución es el fundamento de la vida. Lo que no evoluciona, muere. Imitemos la sabiduría de la Naturaleza. La Historia es el proceso de esa marcha evolutiva. También la Historia de la Salvación, pues solamente existe una Historia.
-Ahora bien, si nada te incomoda, si crees que todo va correctamente; si no te interesa cambiar nada, mejor no leas esto y continúa en tu tranquila rutina-.
“Deconstruir” (el diccionario de la RAE no nos permite decir “desconstruir”) no es destruir, sino revisar, analizar, desmontar a veces, cuestionar para buscar y encontrar nuevas fórmulas, que tampoco serán eternas. El mismo diccionario de la RAE define deconstruir como “deshacer analíticamente los elementos que constituyen una estructura conceptual”.
Los dos campos a los que nos asomamos hoy (religión y espiritualidad) llevan milenios con nosotros. Así que tardarán varias generaciones en “deconstruirse”. Y más, en “reconstruirse”. Pero no hay otra salida. “Lo de ahora” no tiene futuro. Habrá que sopesar todo y matizar mucho.
Karl Jasper, en su obra “Origen y meta de la historia” (1985, Madrid: Alianza Editorial), defiende una primera teoría: Determina como ‘tiempo-eje’ o ‘tiempo axial’ de la historia universal los años 500 a.C. (con dos siglos para arriba y dos siglos para abajo). Ahí está el corte cultural más profundo de la Historia. Ahí se produce un quiebre en el proceso de maduración de la Humanidad. Allí tiene su origen el hombre con el que vivimos hasta hoy. Y es que en este tiempo-eje se concentran y coinciden multitud de hechos extraordinarios en China, India, Persia, Palestina y Grecia. Sin que supieran unos de otros.
Hoy se admite esa teoría en el mundo de la cultura. El anterior tiempo-eje habría que buscarlo en el Neolítico. Y el posterior, lo estamos viviendo ahora mismo. No nos extrañemos, pues, de los radicales cambios que alentamos.
Sí, ya conocemos que las religiones no apoyan los cambios. No las conviene. Sin embargo, los cambios continúan, la evolución avanza como a piñón fijo.
Aunque el cuestionamiento a la religión empezó con La Ilustración, desde la segunda mitad del siglo XX, se ha profundizado. Porque la Humanidad ha ido madurando y la persona se ha ido sintiendo más autónoma. Mas las religiones son, por definición, heterónomas = otros deciden desde fuera de mí. Esto repugna a la autonomía de la persona moderna.
Las grandes religiones y su estructura nacieron para cohesionar y hacer viables a las sociedades agrarias que se establecían en el Neolítico. Los nómadas cazadores y recolectores iniciaban sus asentamientos junto a sus tierras cultivadas. Es así que esos tipos de sociedades agrarias están llegando a su fin…, por consiguiente y al mismo ritmo, las grandes religiones también están muriendo. La pena es que la gran sabiduría de las tradiciones religiosas milenarias habla con una lengua muerta a hombres que ya no existen.
La experiencia religiosa o espiritual consiste y revela una capacidad de percepción y relación con esa realidad indefinible que se ha llamado “lo sagrado, el misterio, el absoluto…”. -Podemos admitir que a la persona le nace, por naturaleza, lo religioso/espiritual-.
No obstante es importante recalcar la distinción entre religión y espiritualidad: Técnicamente hablando, “religión” hace referencia a la dimensión institucional de las religiones, a sus dogmas, prácticas, organizaciones… mientras que “espiritualidad” o vida espiritual o experiencia espiritual se refiere a esa vivencia religiosa íntima que acompaña a toda persona, de una manera u otra, y que puede darse tanto dentro como fuera de las religiones. (Esto último lo reitera el Papa Francisco).
Etimológicamente, el término “espiritualidad” no está bien elegido; se sigue con él porque es ya una palabra consagrada. Siempre teniendo en cuenta que espiritualidad es la dimensión profunda del ser humano, su vivencia de sentido, su experiencia entrañable de la realidad, su calidad de honda humanización. Antes de las religiones hubo espiritualidad. Actualmente dejamos la religión y “pasamos” a la espiritualidad.
Hoy, las religiones no son comprensibles, no se adaptan al perfil del hombre nuevo. El lenguaje religioso/espiritual es simbólico, metafórico, poético. Nuestros antepasados interpretaron los símbolos religiosos literalmente, como descripciones. Somos la primera generación que está viviendo este cambio epistemológico cultural: De lo literal a lo metafórico.
El cambio, la evolución, la vida continúa. No podemos esperar pasivamente, sino tomar conciencia de la peculiar epistemología religiosa; saber que nuestro discurso religioso no describre la realidad, y plantearse la necesidad de renovarlo.
Por hoy vale.

José Antonio Revuelta
Eclesalia

DEBEMOS PERDONAR, ACOGER E INTEGRAR TODO QUE HAY EN NOSOTROS DE IMPERFECTO (La mal llamada Parábola del Hijo Pródigo)

Lc 15, 1-32
La liturgia propone este relato, con la intención de que nos identifiquemos con el hijo menor. Pretende que tomemos conciencia de nuestros pecados y nos convirtamos. Es una propuesta falsa, porque la parábola no va dirigida a los pecadores, sino a los fariseosque murmuraban de Jesús porque acogía a los pecadores. Se trata de un relato ancestral presente en todas las culturas. Es un producto del subconsciente colectivo que expresa realidades escondidas de nuestro ser. Es un prodigio de conocimiento psicológico y un alarde de experiencia religiosa. Los tres personajes represen­tan distintos aspectos de nosotros mismos.
La comprensión de esta parábola ha sido para mí una verdadera iluminación. He visto reflejada en ella de manera sublime todo lo que debemos aprender sobre el falso yo y nuestro verdadero ser. Pero también, la necesidad de interpretar la parábola, no desde la perspectiva de un Dios externo a nosotros sino desde la perspectiva de un Dios que se revela dentro de nosotros mismos. Yo mismo tengo que ser el Padre que tiene que perdonar, acoger e integrar todo lo que hay en mí de imperfecto y engañoso. Ser verdadero hijo no es vivir sometido al padre o alejado de él, sino imitarle hasta identificarse en él.
El padre es nuestro verdadero ser, nuestra naturale­za esencial, lo divino que hay en nosotros. Es la realidad que tenemos que descubrir en lo hondo de nuestro ser y de la que tanto hemos hablado últimamente. No hace referencia a un Dios que nos ama desde fuera, sino a lo que hay de Dios en nosotros, formando parte de nosotros mismos. Esa verdadera realidad que somos está siempre esperando abrazar todo lo que hay en nosotros. Es el fuego del amor que espera fundir todo el hielo que hay en nosotros. Esa realidad fundante, nunca lucha contra nada sino que lo intenta abarcar todo e integrarlo en ella misma.
El hijo menor simboliza nuestra naturaleza egocéntrica y narcisista que nos domina mientras no descubramos lo que realmente somos. Es la ola que se siente capaz de vivir sin el océano, porque lo considera una cárcel. Quiere seguir siendo "yo". Opone resistencia a todo lo que no es ella y cree que lo que no es ella la puede aniquilar. De ahí, tarde o temprano, surge la inseguridad. Tiene que retornar a su verdadero ser, porque lo que alcanza por ese camino nunca podrá satisfacerle.
El hijo mayor representa también nuestro “ego”, pero un yo que ya ha experimentado su verdadero ser; aunque no se ha identificado todavía con él. Vive al lado de su naturaleza esencial (el Padre), pero sigue aún apegado a su naturaleza egocéntri­ca. De ahí que permanezca en la dualidad que le parte por medio. Sigue creyendo que la individualidad es imprescindible y no puede aceptar el verdadero ser de los demás, porque no se ha identificado con su verdadero ser. El “yo” y el “ser verdadero” aún siguen separados.
El Padre que ya ha descubierto y acepta en el exterior, lo tendrá que descubrir en su interiory en los demás (el hermano). El aparente buen comportamiento está motivado por el miedoa perder al Padre. No es ninguna virtud sino una manifestación más de su egoísmo y falta de seguridad en sí mismo. Le falta dar el último paso de desprendimiento del ego e identificarse con lo que hay de divino en él, el Padre. Todos tenemos que dejar de ser “hermano menor”, y “hermano mayor”, para convertirnos finalmente en “Padre”.
La insistencia maniquea de nuestra religión en el pecado, nos ha hecho interpretar la parábola de una manera unilateral. Es un error llamar a este relato la parábola del “hijo pródigo”. No va dirigida a los pecadores para que se arrepientan, sino a los fariseos para que cambien su idea de Dios. Se trata de defender la postura de Jesús para con los publicanos y pecadores, que manifiesta lo que es Dios para todos nosotros, seamos “buenos” o “malos”. En la manera de actuar con los dos hijos, el Padre de la parábola hace presente a Dios; de la misma manera que Jesús al acoger a los pecadores está haciendo presente a Dios.
Hemos considerado la parábola como dirigida a los “hijos pródigos”. Da por supuesto que todos tenemos mucho de hijo menor, que es el malo. La verdad es que el mayor no sale mejor parado que el menor y debía de ser objeto de una atención más cuidada. Es relativamente fácil sentirse hijo pródigo. Es fácil tomar conciencia de haber dilapidado un capital que se nos ha entregado sin haberlo merecido. Es fácil tomar conciencia de que hemos renunciado al padre y a la casa, hemos deseado que estuviera muerto para heredar, hemos renegado del entorno en que se había desarrollado nuestra existencia. Todo para potenciar nuestro egoísmo, para satisfa­cer nuestro hedonismo a costa de lo que se nos había entregado con amor. El fallo del hijo menor y la desesperada situación a la que ha llegado, facilita la toma de conciencia de que ha ido por el camino equivocado.
Es difícil que descubramos en nosotros al hermano mayor, y sin embargo, todos tenemos más rasgos de éste que del menor. Con frecuencia, no entendemos el perdón del Padre para con los pródigos, nos irrita que otra persona que se han portado mal, sean tan queridas como nosotros. No percibimos que rechazar al hermano es rechazar al Padre. No solo no nos sentimos identificados con el Padre, sino que intentamos, por todos los medios, que el Padre se identifique con nosotros; cosa que no le pasa por la cabeza al hermano menor. Desde esa perspectiva tampoco descubrimos que tenemos que regresar al Padre. Por eso la parábola deja en un suspense inquietante la respuesta del hermano mayor. No nos dice si el hijo hace caso al padre y se incorpora a la fiesta. Esto nos tiene que hacer pensar.
El padre espera a uno con paciencia durante mucho tiempo, sin dejar de amarle en ningún momento; pero también sale a convencer al otro de que debe entrar y debe alegrarse; demuestra así, en contra de lo que piensa y espera el hermano mayor, que su amor es idéntico para uno y para otro. El Padre espera y confía que los dos se den cuenta de su amor incondicional. Ese amor debía ser el motivo de alegría para uno y para otro.
El llegar a ser Padre, no supone el ignorar nuestra condición de hermano menor y mayor, hay que aceptarlo, hay que saber convivir con lo que aún hay en nosotros de imperfecto. Debemos intentar superarlo, pero mientras ese momento llega, hay que aceptarlo y sobrellevarlo desplegando el amor incondicional del Padre. Tanto el hermano menor como el hermano mayor que hay en cada uno de nosotros, debe ser objeto del mismo amor. La parábola no exige de nosotros una perfección absoluta, sino que nos demos cuenta de que nos queda un largo camino por recorrer. Lo que pretende es ponernos en el camino de la verdadera conversión: la superación de todo egoísmo e individualismo.
El descubrimiento de que somos el hermano menor y a la vez, el hermano mayor, nos tiene que hacer ver el objetivo de la parábola, que es el Padre. Todos estamos llamados a dejar de ser hermanos e identificarnos con el Padre como Jesús. (Aquí podemos descubrir un profundo significado de la frase de Jesús: “Yo y el Padre somos Uno”). Nuestra maduración personal tiene que encaminarse a reproducir la figura del Padre. "Sed misericordiosos como vuestro padre es misericordioso". El relato nos tiene que hacer ver, que siempre habrá en nuestra vida, etapas que hay que superar por imperfectas.
Permanecer alejados de nuestro verdadero ser es alejarse de Dios y caminar en dirección opuesta a nuestra plenitud. Pero vivir junto a Dios sin conocerlo, es hacer de Él un ídolo y alejarse también de la meta. Lo malo de esta opción es que seguiremos creyendo que caminamos en la verdadera dirección, lo que hace mucho más difícil que podamos rectificar. Esta es la causa de la ineficacia de nuestras conversiones.

Meditación-contemplación
Yo y el Padre somos UNO.
Es la mejor expresión de lo que fue Jesús.
Tú también eres UNO con Dios, pero todavía no te has enterado.
Si lo descubres, esa frase saldrá de lo más hondo de tu ser.
.............................
Descubre lo que hay en ti de hermano menor:
Me dejo llevar por el hedonismo individualista.
Busco lo más fácil, lo más cómodo, lo que me pide el cuerpo...
Mi objetivo es satisfacer las exigencias de mi falso “yo”.
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Descubre lo que hay de hermano mayor:
Busco la cercanía de Dios, pero fabrico un Dios a mi medida.
Un Dios que me quiera, porque soy mejor que los demás
Y me debe ese amor que le exijo.
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No busques modelos fuera, todos son falsos.
El único modelo debe ser Él, que no está “en los cielos”,
sino en lo más hondo de tu ser,
esperando ser descubierto, vivido y manifestado.
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Fray Marcos