miércoles, 26 de abril de 2017
JESÚS SE HACE PRESENTE EN EL HERMANO QUE CAMINA CONMIGO
Lc 24, 13-35
Por tercer domingo consecutivo se nos propone un relato enmarcado en el “primer día de la semana”. Estos dos discípulos pasan, de creer en un Jesús profeta pero condenado a una muerte destructora, a descubrirlo vivo y dándoles Vida. De la desesperanza, pasan a vivir la presencia de Jesús. Se alejaban de Jerusalén tristes y decepcionados; vuelven a toda prisa, contentos e ilusionados. El pesimismo les hace abandonar el grupo, el optimismo les obliga a volver para contar la gran noticia.
El relato de los discípulos de Emaús, es un prodigio de teología narrativa. En ella podemos descubrir el verdadero sentido de los relatos de apariciones. El objetivo de todos ellos es llevarnos a participar de la experiencia pascual que los primeros cristianos tuvieron. En ningún caso intentan dar noticias de acontecimientos históricos. Los dos discípulos de Emaús no son personas concretas, sino personajes. No quiere informarnos de lo que pasó una vez, sino de lo que está pasando cada día, a los seguidores de Jesús.
Es Jesús quien toma la iniciativa, como siempre. Los dos discípulos se alejaban de Jerusalén. Solo querían apartar de su cabeza aquella pesadilla. Pero a pesar del desengaño sufrido por su muerte y muy a pesar suyo, van hablando de Jesús. Lo primero que hace Jesús es invitarles a desahogarse, les pide que manifiesten toda la amargura que acumulaban. La utopía que les había arrastrado a seguirlo, había dado paso a la más absoluta desesperanza. Pero su corazón todavía estaba con él, a pesar de su muerte.
En este sutil matiz, podemos descubrir una pista para explicar lo que sucedió a los primeros seguidores de Jesús. La muerte les destrozó, y pensaron que todo había terminado; pero a nivel subconsciente, permaneció un rescoldo que terminó siendo más fuerte que las evidencias tangibles. En el relato de la conversión de Pablo, podemos descubrir algo parecido. Perseguía con ahínco a los cristianos, pero sin darse cuenta, estaba subyugado por la figura de Jesús y en un momento determinado, cayó del burro.
La manera de reconocerlo (después de haber caminado y discutido durante tres kms.) y la instantánea desaparición, nos indican claramente que la presencia de Jesús, después de su muerte, no es la de una persona normal. Algo ha cambiado tan profundamente, que los sentidos ya no sirven para reconocer a Jesús. Estos detalles nos vacunan contra la manera física de interpretar los relatos que nos hablan de Jesús después de su muerte.
Nosotros esperábamos… Esperaban que se cumplieran sus expectativas. No podían sospechar que aquello que esperaban, se había cumplido. Fijaros bien, como refleja esa frase nuestra propia decepción. Esperamos que la Iglesia... Esperamos que el Obispo... esperamos que el concilio... Esperamos que el Papa... Esperamos lo que nadie puede darnos y surge la desilusión. Lo que Dios puede darnos ya lo tenemos. El desengaño es fruto de una falsa esperanza. Por no esperar lo que Jesús da, la desilusión está asegurada.
No es Jesús el que cambia para que le reconozcan, son los ojos de los discípulos los que se abren y se capacitan para reconocerle. No se trata de ver algo nuevo, sino de ver con ojos nuevos lo que tenían delante. No es la realidad la que debe cambiar para que nosotros la aceptemos. Somos nosotros los que tenemos que descubrir la realidad de Jesús Vivo, que tenemos delante de los ojos, pero que no vemos. Hay momentos y lugaresdonde se hace presente Jesús de manara especial, si de verdad sabemos mirar.
1) En el camino de la vida. Después de su muerte, Jesús va siempre con nosotros en nuestro caminar. Pero el episodio nos advierte que es posible caminar junto a él y no reconocerlo. Habrá que estar mucho más atento si, de verdad, queremos entrar en contacto con él. Es una crítica a nuestra religiosidad demasiado apoyada en lo externo. A Jesús ya no lo vamos a encontrar en el templo ni en los rezos sino en la vida real, en el contacto con los demás. Si no lo encontramos ahí, cualquier otra presencia será engañosa.
La concepción dualista que tenemos del mundo y de Dios nos impide descubrirle. Con la idea de un Dios creador que se queda fuera del mundo, no hay manera de verle en la realidad material. Pero Dios no es lo contrario del mundo, ni el Espíritu es lo contrario de la materia. La realidad es una y única, pero en la misma realidad podemos distinguir dos aspectos. Desde el deísmo que considera a Dios como un ser separado y paralelo de los otros seres, será imposible descubrir en las criaturas la presencia de la divinidad.
2) En la Escritura. Si queremos encontrarnos con el Jesús que da Vida, tenemos en las Escrituras un eficaz instrumento. Pero el mensaje de la Escritura no está en la letra sino en la vivencia espiritual que hizo posible el relato. La letra, los conceptos no son más que el soporte, en el que se ha querido expresar la experiencia de Dios. Dios habla únicamente desde el interior de cada persona, porque el único Dios que existe, es el que fundamenta cada ser. Dios solo habla desde lo hondo del ser. Esa experiencia, expresada, es palabra humana, pero volverá a ser palabra de Dios si nos lleva a la vivencia.
3) Al partir el pan: No se trata de una eucaristía, sino de una manera muy personal de partir y repartir el pan. Referencia a tantas comidas en común, a la multiplicación de los panes, etc. Sin duda el gesto narrado hace también referencia a la eucaristía. Cuando se escribió este relato ya había una larga tradición de su celebración. Los cristianos tenían ya ese sacramento como el rito fundamental de la fe. Al ver los signos, se les abren los ojos y le reconocen. Fijaos, un gesto es más eficaz que toda una perorata sobre la Escritura.
4) En la comunidad reunida. Cristo resucitado solo se hace presente en la experiencia de cada uno. Al compartir con los demás esa experiencia, él se hace presente en la comunidad. La comunidad (aunque sea de dos) es imprescindible para provocar la vivencia. La experiencia de uno compartida, empuja al otro en la misma dirección. El ser humano solo desarrolla sus posibilidades de ser, en la relación con los demás. Jesús hizo presente a Dios amando, es decir, dándose a los demás. Esto es imposible si el ser humano se encuentra aislado y sin contacto alguno con el otro.
El mayor obstáculo para encontrar a Cristo hoy, es creer que ya lo tenemos. Los discípulos creían haber conocido a Jesús cuando vivieron con él; pero aquel Jesús que creían ver, no era el auténtico. Solo cuando el falso Jesús desaparece, se ven obligados a buscar al verdadero. A nosotros nos pasa lo mismo. Conocemos a Jesús desde la primera comunión, por eso no necesitamos buscarle. El verdadero Jesús es nuestro compañero de viaje, aunque es muy difícil reconocerlo en todo aquel que se cruza en nuestro camino.
Meditación
Caminó con ellos, discutió con ellos, pero no lo conocieron.
Ni teologías ni exégesis racionales te llevarán al verdadero Jesús.
El único camino para encontrarlo es el que conduce al “corazón”.
Tenemos que abrir los ojos, pero no los del cuerpo.
Si los ojos de nuestro corazón están bien abiertos,
lo descubriremos presente en todos y en todo.
A Dios no podemos encontrarlo en un lugar.
En cualquier lugar, en cualquier momento lo puedes encontrar.
Fray Marcos
miércoles, 19 de abril de 2017
DE PROFESIÓN: VIVIENTE
Vivir no es fácil. No elegimos la existencia, fuimos traídos a ella, por un conjunto de circunstancias, mezcla del azar y de la intervención humana. Y, dentro de ambos, está -decimos los creyentes- la Providencia divina. Somos seres contingentes: de no darse esa conjunción en el espacio y en el tiempo, no habríamos llegado a la existencia. De ahí que muchos autores clásicos hablaban de la culpa de haber nacido. La vida es un don con caducidad inexorable, pero en fecha desconocida.
Hay quien se extraña de que personas creyentes puedan tener miedo a la muerte. Otras no temen ese instante, pero manifiestan su temor al proceso de morir, si resulta extremadamente doloroso o prolongado. Suele decirse que cuando un enfermo es consciente de su próximo fin, pasa por tres etapas: negación, lucha y aceptación. Pero el miedo a dejar la vida, común a muchos creyentes o increyentes, es un temor psicológico, existencial. Enfrentarse con ese final inevitable y común a todos los seres vivos, revela la tragedia de la finitud. Un creyente auténtico es quien, en expresión de Hans Küng, espera descansar en el Misterio de la misericordia divina, a pesar de sus dudas e inseguridades.
¿No hemos de vivir plenamente, sin acobardarnos encerrados en recuerdos asfixiantes del pasado, ni temiendo futuros posibles que probablemente no lleguen a la realidad? Saborear cada instante del presente que es lo único que tenemos, aunque esté preñado de posibilidades heredadas del ayer y de proyectos para el mañana. Y ese vivir a plenitud es con-vivir; los seres humanos no podemos existir en soledad, aunque necesitemos espacios de soledad y de silencio para entregarnos de lleno a nuestra realidad de relaciones con otras personas y demás entes del mundo, en diálogo de palabras y contactos.
Hace poco escuchábamos a un amigo médico, pero jubilado activo pues sigue aplicando voluntariamente sus conocimientos médicos a asociaciones y personas que los necesitan. Dijo que los males de nuestra sanidad derivan de que hay pocos profesionales y muchos proletarios. No creo que tuviera una intención clasista, como si ser médico fuera una casta superior a los demás trabajadores. Más bien aludía a quienes ejercen su trabajo llevados de su vocación de servicio y no motivado sólo por la remuneración y por realizar su trabajo pensando en el cumplimiento del horario fijado. Cierto es que hay médicos que miran a sus pacientes, escuchan sus dolencias, se esfuerzan en el reconocimiento directo antes de cualquier prueba de diagnóstico, no miran el reloj, sino que, a través del diálogo terapéutico, curan más que con las medicinas que recetan. Pero el sistema institucionalizado de sanidad no favorece este tipo de conducta; los recortes con la escasez de personal y la rigidez de los minutos a "perder" con cada paciente impulsan a una práctica cada vez más despersonalizada. Y esto que experimentamos en el aspecto sanitario, ¿no se produce cada vez más en casi todos los aspectos de la vida?, ¿no es fruto del sistema neoliberal con su mercantilización de la sociedad, por su competitividad y búsqueda del máximo beneficio a corto plazo?
Conforme aumenta nuestra edad y superamos la fecha de la jubilación, nos puede resultar más difícil contestar a la pregunta ¿cuál es tu profesión? De la que ejercimos ya somos unos ex, aunque el aprendizaje adquirido en ella forme parte de nuestra biografía. Identificarnos como jubilados es reconocernos como sin profesión. ¿No es el tiempo para descubrir -si no lo habíamos hecho antes- nuestra más profunda y auténtica profesión: la de vivientes? Las anteriores no pasaban de ser profesiones minúsculas que no desvelaban nuestra identidad más radical. Pero ser Vivientes no es fácil, hay muchos, jóvenes y mayores, que no pasan de ser Sobrevivientes: personas que son arrastrados por los avatares que les suceden, que no han empezado a ser protagonistas de su propia existencia. Hay los también Vividores: sólo piensan en sí mismos y emplean a los demás como meros instrumentos para sus fines; el goce inmediato, su nula resistencia a la adversidad y su incapacidad para la empatía les convierte en parásitos sociales. Y ¿no podemos llegar a ser Vivientes auténticos que hagan de la vida su profesión, al descubrir su sentido pleno: amar a quienes nos rodean, luchar por un mundo justo y merecer ser amados?
Pedro Zabala
Eclesalia
JUAN 20, 19-31
19 Ya anochecido, aquel día primero de la semana, estando atrancadas las puertas del sitio donde estaban los discípulos, por miedo a los dirigentes judíos, llegó Jesús, haciéndose presente en el centro, y les dijo:
- Paz con vosotros.
20 Y dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos sintieron la alegría de ver al Señor. 21 Les dijo de nuevo:
- Paz con vosotros. Igual que el Padre me ha enviado a mí, os envío yo también a vosotros.
22 Y dicho esto sopló y les dijo:
- Recibid Espíritu Santo. 23 A quienes dejéis libres de los pecados, quedarán libres de ellos; a quienes se los imputéis, les quedarán imputados.
24 Pero Tomás, es decir, Mellizo, uno de los Doce, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. 25 Los otros discípulos le decían:
- Hemos visto al Señor en persona.
Pero él les dijo:
- Como no vea en sus manos la señal de los clavos y, además, no meta mi dedo en la señal de los clavos y meta mi mano en su costado, no creo.
26 Ocho días después estaban de nuevo dentro de casa sus discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús estando las puertas atrancadas, se hizo presente en el centro y dijo:
- Paz con vosotros.
27 Luego dijo a Tomás:
- Trae aquí tu dedo, mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel.
28 Reaccionó Tomás diciendo:
- ¡Señor mío y Dios mío!
29 Le dijo Jesús:
- ¿Has tenido que verme en persona para acabar de creer? Dichosos los que, sin haber visto, llegan a creer.
30 Ciertamente, Jesús realizó todavía, en presencia de sus discípulos, otras muchas señales que no están escritas en este libro; 31 estas quedan escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y, creyendo, tengáis vida unidos a él.
Aterrados por la ejecución de Jesús, los discípulos se refugian en una casa conocida. De nuevo están reunidos, pero ya no está con ellos Jesús. En la comunidad hay un vacío que nadie puede llenar. Les falta Jesús. ¿A quién seguirán ahora? ¿Qué podrán hacer sin él? «Está anocheciendo» en Jerusalén y también en el corazón de los discípulos.
Dentro de la casa están «con las puertas bien cerradas». Es una comunidad sin misión y sin horizonte, encerrada en sí misma, sin capacidad de acogida. Nadie piensa ya en salir por los caminos a anunciar el reino de Dios y curar la vida. Con las puertas cerradas no es posible acercarse al sufrimiento de las gentes.
Los discípulos están llenos de «miedo a los judíos». Es una comunidad paralizada por el miedo, en actitud defensiva. Solo ven hostilidad y rechazo por todas partes. Con miedo no es posible amar al mundo como lo amaba Jesús ni infundir en nadie aliento y esperanza.
De pronto, Jesús resucitado toma la iniciativa. Viene a rescatar a sus seguidores. «Entra en la casa y se pone en medio de ellos». La pequeña comunidad comienza a transformarse. Del miedo pasan a la paz que les infunde Jesús. De la oscuridad de la noche pasan a la alegría de volver a verlo lleno de vida. De las puertas cerradas van a pasar pronto a anunciar por todas partes la Buena Noticia de Jesús.
Jesús les habla poniendo en aquellos pobres hombres toda su confianza: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo a vosotros». No les dice a quién se han de acercar, qué han de anunciar ni cómo han de actuar. Ya lo han podido aprender de él por los caminos de Galilea. Serán en el mundo lo que ha sido él.
Jesús conoce la fragilidad de sus discípulos. Muchas veces les ha criticado su fe pequeña y vacilante. Necesitan la fuerza de su Espíritu para cumplir su misión. Por eso hace con ellos un gesto especial. No les impone las manos ni los bendice, como a los enfermos. Exhala su aliento sobre ellos y les dice: «Recibid el Espíritu Santo».
Solo Jesús salvará a su Iglesia. Solo él nos liberará de los miedos que nos paralizan, romperá los esquemas aburridos en los que pretendemos encerrarlo, abrirá tantas puertas que hemos ido cerrando a lo largo de los siglos, enderezará tantos caminos que nos han desviado de él.
Lo que se nos pide es reavivar mucho más en toda Iglesia la confianza en Jesús resucitado, movilizarnos para ponerlo sin miedo en el centro de nuestras parroquias y comunidades, y concentrar todas nuestras fuerzas en escuchar bien lo que su Espíritu nos está diciendo hoy a sus seguidores.
José Antonio Pagola
LA RESURRECCIÓN
Los diferentes relatos de las apariciones del crucificado no concuerdan entre sí y dejan claro que no son narraciones de hechos que pasaron, sino formas expresivas para transmitir las creencias a las que iban llegando las primeras comunidades cristianas. Por lo tanto, hay que aprender a relativizarlos y descubrir el mensaje que subyace. La fe en la Resurrección de Jesús y la resurrección de los muertos se basan en la fidelidad de Dios y no en los hechos milagrosos.
AQUÍ UN LINK A UNA CHARLA DEL TEÓLOGO ANDRÉS TORRE QUEIRUGA SOBRE EL TEMA
https://www.youtube.com/watch?v=quhCrcBLga0
lunes, 17 de abril de 2017
DÓNDE ENCONTRAR A JESÚS
Jn 20, 1-9
Los evangelios han recogido el recuerdo de unas mujeres admirables que, al amanecer del sábado, se han acercado al sepulcro donde ha sido enterrado Jesús. No lo pueden olvidar. Le siguen amando más que a nadie. Mientras tanto, los varones han huido y permanecen tal vez escondidos.
El mensaje que escuchan al llegar es de una importancia excepcional. El evangelio de Mateo dice así: «Sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí. Ha resucitado, como dijo. Venid a ver el sitio donde yacía». Es un error buscar a Jesús en el mundo de la muerte. Está vivo para siempre. Nunca lo podremos encontrar donde la vida está muerta.
No lo hemos de olvidar. Si queremos encontrar a Cristo resucitado, lleno de vida y fuerza creadora, no hemos de buscarlo en una religión muerta, reducida al cumplimiento externo de preceptos y ritos rutinarios, en una fe apagada que se sostiene en tópicos y fórmulas gastadas, vacías de amor vivo a Jesús.
Entonces, ¿dónde lo podemos encontrar? Las mujeres reciben este encargo: «Id enseguida a decir a los discípulos: "Ha resucitado de entre los muertos y va delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis"». ¿Por qué hay que volver a Galilea para ver al Resucitado? ¿Qué sentido profundo se encierra en esta invitación? ¿Qué se nos está diciendo a los cristianos de hoy?
En Galilea se escuchó, por vez primera y en toda su pureza, la Buena Noticia de Dios y el proyecto humanizador del Padre. Si no volvemos a escucharlos hoy con corazón sencillo y abierto, nos alimentaremos de doctrinas venerables, pero no conoceremos la alegría del Evangelio de Jesús, capaz de «resucitar» nuestra fe.
Además, a orillas del lago de Galilea se fue gestando la primera comunidad de Jesús. Sus seguidores viven junto a él una experiencia única. Su presencia lo llena todo. Él es el centro. Con él aprenden a vivir acogiendo, perdonando, curando la vida y despertando la confianza en el amor insondable de Dios. Si no ponemos cuanto antes a Jesús en el centro de nuestras comunidades, nunca experimentaremos su presencia en medio de nosotros.
Si volvemos a Galilea, la «presencia invisible» de Jesús resucitado adquirirá rasgos humanos al leer los relatos evangélicos, y su «presencia silenciosa» recobrará voz concreta al escuchar sus palabras de aliento.
José Antonio Pagola
miércoles, 5 de abril de 2017
RANKING DE FELICIDAD
No sabía que la ONU, hace cinco años, hubiese instaurado el 20 de marzo como “día internacional de la felicidad”. Un día más dedicado a lo que nos falta, como todos los “días de” algo. El día de la felicidad de la que carecemos y que todos buscamos como el bien más preciado y sin precio. ¿De qué nos sirve tenerlo todo si no somos felices? ¿Y quién no daría gustosamente todo lo que tiene a cambio de serlo?
Claro que la felicidad plena no existe, si bien a veces se encuentran personas que se dicen plenamente felices (¡dichosas ellas!). Quien pretenda ser plenamente feliz se vuelve infeliz y hace infelices a los demás. Pero todos querríamos –y podríamos– ser más felices. Cómo ser suficientemente felices o serlo un poco más: he ahí la cuestión.
Algo puede enseñarnos al respecto el Informe Mundial de Felicidad 2017 que la ONU acaba de publicar, como lo viene haciendo desde 2012, con ocasión del día de la felicidad. Noruega es el país más feliz, seguido de Dinamarca, Islandia, Suiza y Finlandia; luego vienen Holanda, Canadá, Nueva Zelanda, Australia y Suecia. Junto a ellos, tan cerca y tan lejos, están los países más infelices, por orden descendente, me entristece nombrarlos: Ruanda, Siria, Tanzania, Burundi y República Centroafricana, la más infeliz. España se encuentra en el puesto 34; Francia, en el 31.
No es difícil adivinar los indicadores tenidos en cuenta por la ONU para medir la felicidad: ingreso per cápita, salud, expectativa de vida, libertad y libertades, generosidad, apoyo social, y ausencia de corrupción en las instituciones privadas y públicas. Son cosas bien importantes, y todos los países debieran aspirar y acceder a ellas. Pero no nos revelan el último secreto de la felicidad. Esos factores no son suficientes para que un país o una persona sean felices, y me atrevería a decir que no son esos los elementos más decisivos para serlo de verdad.
De hecho, es muy distinto el último ranking de felicidad elaborado por la Consultora Win/Gallup International Association en 2106, basándose en las respuestas de la gente a una pregunta: “En general ¿se siente personalmente muy feliz, feliz, ni feliz ni infeliz, infeliz o muy infeliz?”. El país más feliz resultó ser Colombia. Y en el informe elaborado por el Instituto DYM a finales del 2015, el continente más feliz resulta ser ¡África! Y el más infeliz… Europa, sí, Europa con sus países nórdicos y su PIB y su Mediterráneo.
Estos resultados no son más contradictorios que el propio sentimiento de felicidad, tan difícil de precisar y medir. La felicidad es más que la mera euforia vital que pudiéramos sentir inyectándonos serotonina o dopamina. Depende mucho más de las expectativas que de la situación objetiva. Por supuesto, nadie debiera tener que vivir con un euro al día, pero lo cierto es que muchos logran ser felices con eso, y más cierto aun que muchos son más infelices cuanto más poseen. Deberíamos medir el progreso por la Felicidad Nacional Bruta más que por el PIB, como hace Bután, el único país.
Pero me temo que los rankings dificultan más que ayudan la felicidad. Hacen que el de arriba sufra porque puede bajar, y que el de abajo sufra porque no puede subir. No es más feliz quien tiene más, sino quien necesita menos o se conforma con lo que tiene. Oigo cada día a nuestros gobernantes que debemos ser más competitivos. Es cierto que no podremos crecer y triunfar sin ser competitivos, pero más cierto aun que no podremos ser felices ni hacer una sociedad más feliz mientras sigamos empeñados en competir, crecer y triunfar, siempre a costa de otros, siempre creando rankings de riqueza y de pobreza. ¿Puede alguien ser feliz en Noruega o en España mirando de frente la miseria de África, o esquivando la mirada? No sería una felicidad indecente y cruel. No sería verdadera felicidad, sino violencia o engaño.
Solo la persona que abandona todo anhelo y obra sin intereses, libre del sentido del 'yo' y de 'lo mío', alcanza la paz, como enseñó el Bhagavad Gîta hindú hace 2300 años. Jesús de Nazaret lo dijo a su manera: “Bienaventurados los humildes, los mansos, los misericordiosos, los artesanos de paz. Bienaventurados los pobres solidarios de los pobres”. Él soñó y creyó en un mundo sin competitividad, y lo llamó “Reino de Dios”: un mundo justo, fraterno y feliz, un mundo sin rankings. ¿Lo soñamos todavía?
José Arregi
DEIA
JESÚS NOS ENSEÑA QUE DEBEMOS DAR MUERTE A NUESTRO EGO INDIVIDUALISTA
Mt 26,14-27,66
Es muy difícil precisar el sentido exacto que pudo dar Jesús a la entrada en Jerusalén de ese modo tan peculiar. Seguramente no coincidió con la interpretación que le dieron sus discípulos y la gente que le seguía. Cuando se fijaron por escrito estos relatos, ya habían pasado cuarenta o cincuenta años, y sus seguidores habían cambiado radicalmente la comprensión de Jesús. En estos textos se han mezclado datos históricos, prejuicios sobre el Mesías y tradiciones del AT sobre otra clase de mesianismo que no era el oficial.
Con los datos que hoy tenemos no podemos pensar en una entrada “triunfal”. Si era política, no lo hubiera permitido el poder romano. Si era religiosa, no lo hubiera permitido el poder religioso. Ambos tenían medios más que suficientes para actuar contra una manifestación masiva. Mucho más en Pascua, que era momento de máxima alerta policial. No cabe duda de que algo pasó históricamente, pero no debemos imaginarlo como un acto espectacular, sino como un acto profético.
Seguramente se trató de una muestra de adhesión por parte del pequeño grupo que acompañaba a Jesús, a los que posiblemente se unieron otros que venían de Judea y Galilea. Recordemos que la subida a la fiesta de Pascua se hacía siempre en grupos numerosos y festivos, en los que se manifestaba el júbilo por acercarse a la ciudad santa y al Templo. Los gritos son intentos de dar una explicación a lo que estaba ocurriendo. Lo mismo los mantos y ramos expresan la actitud de los que seguían a Jesús.
La inmensa mayoría del pueblo estuvo siempre del lado de los jefes. Estos son los que piden la muerte de Jesús. No tiene sentido insistir en que el mismo pueblo que lo aclama hoy como Rey, pida el viernes su crucifixión. Tampoco podemos minimizar el número de los seguidores de Jesús. Los evangelios nos dicen que en varias ocasiones los dirigentes no se atrevieron a detenerle en público por el gran número de seguidores. El hecho de que lo detuvieran de noche con la ayuda de un traidor, indica el miedo de los dirigentes.
La Pasión y muerte de Jesús
Pocos aspectos de la vida de Jesús han sido tan manipulados como su muerte. Llegar a pensar que a Dios le encanta el sufrimiento humano y que por lo tanto no solo hay que aceptarlo, sino buscarlo voluntariamente, ha sido tal vez la mayor tergiversación del Dios de Jesús. Desde esta perspectiva, es lógico que se pensara en un Dios que exige la muerte de su propio hijo para poder perdonar los pecados de los seres humanos. Esta idea es lo más contrario a la predicación de Jesús sobre Dios que pudiéramos imaginar.
1º La muerte de Jesús no fue ni exigida, ni programada, ni permitida por Dios. El Dios de Jesús no necesita sangre para poder perdonarnos. Seguir hablando de la muerte de Jesús como condición para que Dios nos libre de nuestros pecados, es la negación más rotunda del Dios de Jesús. Esa manera de explicar el sentido de la muerte de Jesús no nos sirve hoy de nada, es más, no mete en un callejón sin salida. La muerte de Jesús, desvinculada de su predicación y de su vida no tiene el más mínimo valor o significado.
2º La muerte en la cruz no fue el paso obligado para llegar a la gloria. El domingo pasado veíamos que la muerte biológica no quita ni añade nada a la verdadera Vida. Con vida plena puede uno estar muerto, y en la misma muerte biológica puede haber plenitud de Vida. Jesús murió por ser fiel a Dios. Jesús quiso dejar claro, que seguir amando como Dios ama, es más importante que conservar la vida biológica. No murió para que Dios nos amara, sino para demostrar que ya nos ama, con un amor incondicional.
A Jesús le mataron porque estorbaba a aquellos que habían hecho de Dios y religión un instrumento de dominio y opresión de los más débiles. La muerte de Jesús no se puede separar de su profetismo, es decir, de su denuncia de la injusticia, sobre todo, la que se ejercía en nombre de la Ley y el templo. Su opción por los pobres y excluidos fue su mensaje fundamental. Esta actitud, defendida en nombre de Dios, resultó inaguantable para los que sólo buscaban su interés y mantener sus privilegios.
Al demostrar que para él el amor era más importante que la vida, Jesús nos enseña el camino hacia la Vida definitiva y no es afectada por la muerte biológica. Ese camino nos lleva a la plenitud humana, que no está en asegurar nuestro “ego”, ni aquí ni en un más allá, sino en alcanzar la plenitud del amor que nos identifica con Dios. Amando como Dios ama potenciamos nuestro verdadero ser y lo llevamos al máximo de sus posibilidades.
Tenemos que descubrir la presencia de ese Dios en nuestro sufrimiento, en nuestra misma muerte. No podemos seguir buscando nuestra plenitud en el triunfo y en la gloria. La prueba de esta incomprensión es que seguimos preguntando: ¿Por qué tanto sufrimiento y tanta muerte? ¿Dónde está el Dios Padre? Seguimos pensando que el dolor y la muerte son incompatibles con Dios. Un Dios que no nos dé seguridades, no nos interesa. Un Dios que no garantice la permanencia del yo egoísta no nos interesa.
Está claro que una parte de nosotros está con los dirigentes y no quiere saber nada del dolor y de la muerte. “No quiero cantar ni puedo...” Otra parte de nosotros se siente atraída por ese hombre que viene a manifestar la verdadera Vida y que en ese camino hacia la plenitud, no da ninguna importancia a la vida terrena. En el fondo de nosotros mismos, algo nos dice que Jesús tiene razón, que el único camino hacia la Vida es aceptar la muerte. Pero despegarnos de nuestro “yo” sigue siendo una meta inalcanzable.
Si descubrimos que Jesús llegó al grado máximo de humanidad cuando fue capaz de amar por encima de la muerte, descubriremos donde está la verdadera Vida. El secreto está en descubrir que no puede haber Vida si no se acepta la muerte. También la muerte física, pero sobre todo la muerte a nuestro “ego” individualista. Jesús nos enseña que estamos aquí para deshacernos de todo lo que hay en nosotros de terreno, de caduco, de material, para que lo que hay de Divino se manifieste en Unidad-Amor.
A través de discursos racionales, por muy brillantes que estos sean, nunca podremos entender el mensaje de Jesús. Solamente profundizando en lo más hondo de mí mismo, llegaré a comprender el sentido profundamente humano de mi existencia. Lo paradójico es que cuando descubra mi verdadera humanidad, entenderé lo que tengo de divino y se producirá la unidad de todo mi ser. En la recuperación de la unidad de lo que no era más que un dualismo maniqueo, encontraré la verdadera armonía y felicidad.
Meditación
Escucha con atención la Pasión, pero ve más allá del relato.
Intenta descubrir el sentido profundo del mensaje.
Deja que te empape el misterio de la VIDA, manifestado en Jesús.
Su muerte es el signo inequívoco del amor absoluto.
..................
El valor de esa VIDA se manifiesta en que la muerte no puede con ella.
La VIDA es más fuerte que la muerte en Jesús y en todo el que la viva.
La VIDA está ya en ti, pero puede que no la hayas descubierto.
Aprovecha estos días para ahondar en tu propio pozo y descubrirla.
Fray Marcos
CASI COMENZANDO LA SEMANA SANTA
A punto de empezar la semana santa, es tiempo de realizar todo tipo de viajes: turísticos, familiares, religiosos, etc. Pero de una u otra forma, todos queremos aprovechar estos días tan especiales para hacer un viaje a nuestro interior y encontrarnos en esa búsqueda de la felicidad, propia y ajena: repensar cuáles son esas creencias que nos sirven de apoyo al caminar; contemplar a Jesús coherente con su proyecto hasta el heroísmo y no perder de vista la felicidad de todos los seres humanos.
sábado, 1 de abril de 2017
Dios quiere comunicar la esperanza con el temple y la fuerza de un hombre llamado Francisco
Cualquier evaluación de los cuatro años de Francisco a la cabeza de la Iglesia, ha de comenzar por recordar la crisis profunda que ésta vivía en los últimos días del Papado de Benedicto XVI.
En esos días era público el desprestigio de una curia vaticana asediada por graves escándalos, que incluían la violación de la correspondencia personal del Papa; camarillas de poder enquistadas en torno a las oscuras finanzas del Instituto de Obras para la Religión y eficientes redes de protección a pederastas y cómplices. La imagen pública de la Iglesia aparecía llena de contradicciones a su naturaleza y misión esencial.
En la esfera social, la crisis de credibilidad y confianza era severa, refrendada por una acelerada y aguda pérdida de feligresía. El magisterio era majadero en condenar los males del mundo, sin reparar en los propios defectos. La dictadura del relativismo era señalada como la causa de esos males, mientras la increencia y el silencio de Dios caracterizaban la cultura occidental.
El magisterio era pudorosamente moralizante y los documentos eclesiales se multiplicaban a raudales, marcando pautas, conductas y verdades irrefutables. Cundían persecuciones, amenazas, censuras e investigaciones canónicas contra hombres y mujeres libres de espíritu. Eran habituales las reducciones al estado laical y profusas las excomuniones.
En ese contexto, la renuncia de Benedicto XVI fue desconcertante. Un acto de desprendimiento y de generosidad sin parangón en la historia de la Iglesia.
Tan sorprendente como la renuncia de Benedicto XVI fue la elección del cardenal Bergoglio, quien desde su primera aparición pública marcó un cambio de estilo, caracterizado por la desacralización y humanización del Papado. Bastó el sencillo saludo de un Papa con la cabeza gacha, para derribar siglos de pompa y papolatría, gesto con el que Francisco se ganó las primeras desconfianzas curiales.
Luego, a sólo quince días de regir como Papa, las indignaciones subieron de tono, en aquel Jueves Santo, cuando vulneró los estrictos cánones litúrgicos al lavar los pies a mujeres, entre ellas algunas musulmanas.
En el corazón del mundo, y en breve tiempo, Francisco conquistaba el cariño incondicional de fieles, agnósticos y ateos, incluyendo a los líderes de las naciones. Era el reencuentro de la Iglesia con el mundo, pero no era la Iglesia universal, era -ayer como hoy- la Iglesia personal de Francisco, ya que más allá de los aplausos episcopales, la conversión pastoral que ha promovido nunca ha llegado a ser universal.
Hoy, como nunca, hay clara evidencia que las resistencias pastorales, y particularmente episcopales, han sido y serán la cruz de Francisco. Pero, más allá de los dolores y divisiones que ello provoca, esas resistencias son el signo inconfundible de la autenticidad de la misión apostólica del Papa de la Misericordia.
Mientras algunos quisieran detener la marcha de la Iglesia, Francisco no ha cesado de movilizarla en la dirección de tres ejes estratégicos: la reforma de la curia, el aggionamento de la Iglesia y la atención a los signos de los tiempos.
Con la reforma de la Iglesia, Francisco busca responder, con obediencia ignaciana, al mandato recibido en el cónclave, de ordenar la decadente estructura de la Iglesia, precisamente porque ella se había vuelto ingobernable. Lo que para los cardenales es primodial, para los fieles es carente de todo interés.
El aggionamento conlleva el intento de recuperar el impulso del Concilio Vaticano II, y como tal es una respuesta a esa Iglesia Pueblo de Dios que espera una renovación verdadera, no desde las estructuras, sino desde las comunidades de base. Es ahí donde la impronta liberadora de la Iglesia latinoamericana que formó a Bergoglio encuentra su mayor incidencia. El Papa sabe que la fuerza de la Iglesia está en el pueblo y no en las estructuras, precisamente porque en la Iglesia Pueblo de Dios la jerarquía se expresa en servicio y no en mandar.
Un eje fundamental del pontificado de Francisco es que le ha tocado en suerte vivir y sufrir la conjunción de poderosos signos de los tiempos, que con una densidad de elementos se conjugan en torno a los mayores peligros del presente y del futuro para la humanidad entera.
Ahí están ese fenómeno gigantesco de uno de los mayores desplazamientos humanos que tenga recuerdo la historia, donde enormes poblaciones humanas continentales migran escapando de la muerte, del terrorismo, del hambre y de la sequía, en busca de esperanza.
Ahí está como nunca ese “grito de la tierra”, que se expresa en el cambio climático, que amenaza con signos apocalípticos la sobrevivencia de todo el planeta.
Ahí están el resurgimiento de esos nacionalismos y fanatismos, que como una maldición de la historia vuelven a hacerse presente, después de dos grandes guerras mundiales. Hoy, es innegable el retorno renovado de la “banalidad del mal”, como Hannah Arendt denominó la aberración del exterminio y del holocausto.
Y ahí está esa otra Bestia insaciable, ancestral y poderosa de la Codicia, que ha conseguido hacer endémica y sideral la Corrupción, un Demonio de múltiples nombres que destruye las frágiles democracias de países emergentes.
En la conjunción de todos estos males se multiplica el poder de unos pocos y la pobreza de millones, haciendo de la explotación la Ley universal de la sobrevivencia.
Son signos poderosos y elocuentes del tiempo presente que ensombrecen el horizonte del futuro, y que afloran en medio de un kairós de la historia, en el que Dios quiere comunicar la esperanza con el temple y la fuerza de un hombre llamado Francisco. Dios y el pueblo de Dios esperan mucho de Francisco.
Y con seguridad algunos verán en Francisco el rostro de no pocas contradicciones, especialmente en el doloroso tema de la lucha contra la pederastia, contra sus responsables y cómplices.
Y entonces, habrá que caer en la triste cuenta que la pederastia será la cruz de la Iglesia, la de Francisco y la de todos los cristianos, porque cualquier justicia siempre será insuficiente, precisamente porque Dios ha querido que la mugre y la pestilencia de la Iglesia sea visible y perceptible, para mantener una memoria viva que de tanto mirar la paja en ojos ajenos, la viga de las propias culpas traspasó la visión de una Iglesia que se había henchido con la desfachatez de una perfección y santidad que nunca tuvo.
Sólo así, el corazón endurecido de la Iglesia podrá volver a palpitar con todos los sufrimientos humanos, y la Iglesia ya no podrá revestirse de ese señorío ni de esa gloria propia de Dios, porque no supo cuidar aquel tesoro que el mismo Señor le confiara.
Marco Antonio Velásquez
ENTENDER LA MUERTE COMO LA ENTENDÍA JESÚS
Jn 11, 1-45
Lázaro es un personaje simbólico que nos representa en nuestra condición de criaturas limitadas, invitadas a superar los límites. Con la misma palabra “vida”, se hace referencia a conceptos tan diferentes que es difícil interpretarlos bien. De hecho, se puede dar la muerte en una vida fisiológica sana Y se puede dar la Vida con una salud deteriorada. No podemos tergiversar el texto hasta hacerle decir lo contrario de lo que quiere decir. Es indispensable que tratemos de dilucidar de qué Vida y de qué muerte estamos hablando.
En el relato de hoy, todo es simbólico. Los tres hermanos representan la nueva comunidad. Jesús está totalmente integrado en el grupo por su amor a cada uno. Unos miembros de la comunidad se preocupan por la salud de otro. La falta de lógica del relato nos obliga a salir de la literalidad. Cuando dice Jesús: “esta enfermedad no acabará en la muerte sino para revelar la gloria de Dios”; y al decir: “Lázaro está dormido: voy a despertarlo”, nos está indicando el verdadero sentido de todo el relato.
Si seguimos preguntando si Lázaro resucitó o no, físicamente, es que seguimos muertos. La alternativa no es, esta vida, solamente aquí abajo u otra vida después, pero continuación de esta. La alternativa es: vida biológica sola, o Vida definitiva durante esta vida y más allá de ella. Que Lázaro resucite para volver a morir unos años después, no soluciona nada. Sería ridículo que ese fuese el objetivo de Jesús. Es realmente sorprendente, que ni los demás evangelistas, ni ningún otro escrito del NT, mencione un hecho tan espectacular como la resurrección de un cuerpo ya podrido.
Jesús no viene a prolongar la vida física, viene a comunicar la Vida de Dios que él mismo posee. Esa Vida anula los efectos catastróficos de la muerte biológica. Es la misma Vida de Dios. Resurrección es un término relativo, supone un estado anterior de vida física. Ante el hecho de la muerte natural, la Vida que sigue, aparece como renovación de la vida que termina. “Yo soy la resurrección” está indicando que es algo presente, no futuro y lejano. No hay que esperar a la muerte para conseguir Vida.
Para que esa Vida pueda llegar al hombre, se requiere la adhesión a Jesús. A esa adhesión responde él con el don del Espíritu-Vida, que nos sitúa más allá de la muerte física. El término “resurrección” expresa solamente su relación con la vida biológica que ya ha terminado. “Quién escucha mi mensaje y da fe al que me mandó, posee Vida definitiva” (5,24). Esto quiere decir que todo aquel que tenga una actitud como la que tuvo Jesús en su vida, participa de esa Vida. Esa Vida es la misma que vive Jesús.
Jesús corrige la concepción tradicional de “resurrección del último día”, que Marta compartía con los fariseos. Para Jn, el último día es el día de la muerte de Jesús, en el cual, con el don del Espíritu, la creación del hombre queda completada. Esta es la fe que Jesús espera de Marta. No se trata de creer que Jesús puede resucitar muertos. Se trata de aceptar la Vida definitiva que Jesús posee y puede comunicar al que se adhiere a él. Hoy seguimos con la fe para el más allá de Marta, que Jesús declara insuficiente.
¿Dónde le habéis puesto? Esta pregunta, hecha antes de llegar al sepulcro, parece insinuar la esperanza de encontrar a Lázaro con Vida. Indica que son ellos los que colocaron a Lázaro en el sepulcro, lugar de muerte sin esperanza. El sepulcro no es el lugar propio de los que han dado su adhesión a Jesús. Al decirles: “Quitad la losa”. Jesús pide a la comunidad que se despoje de su creencia. Los muertos no tienen por qué estar separados de los vivos. Los muertos pueden estar vivos y los vivos, muertos.
Ya huele mal. La trágica realidad de la muerte se impone. Marta sigue pensando que la muerte es el fin. Jesús quiere hacerle ver que no es el fin; pero también que sin muerte no se puede alcanzar la verdadera Vida. La muerte sólo deja de ser el horizonte último de la vida cuando se asume y se traspasa. “Si el grano de trigo no muere...” Nadie puede quedar dispensado de morir, ni el mismo Jesús. Jesús invita a Nicodemo a nacer de nuevo. Ese nacimiento es imposible sin morir antes a todo lo que creemos ser.
Al quitar la losa, desaparece simbólicamente la frontera entre muertos y vivos. La losa no dejaba entrar ni salir. Era la señal del punto y final de la existencia. La pesada losa de piedra ocultaba la presencia de la Vida más allá de la muerte. Jesús sabe que Lázaro había aceptado la Vida antes de morir, por eso ahora está seguro de que sigue viviendo. Es más, solo ahora posee en plenitud la verdadera Vida. “El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”. La Vida es compatible con la muerte.
Es muy importante la oración de Jesús en ese momento clave. Al levantar los ojos a “lo alto” y “dar gracias al Padre”, Jesús se coloca en la esfera divina. Jesús está en comunicación constante con Dios; su Vida es la misma Vida de Dios. No se dice que haya pedido nada. El sentido de la acción de gracias lo envuelve todo. Es consciente de que el Padre se lo ha dado todo, entregándose Él mismo. La acción de gracias se expresa en gestos y palabras, pero en Jesús manifiesta una actitud permanente.
Al gritar: ¡Lázaro, ven fuera! está confirmando que el sepulcro, donde le habían colocado, no era el lugar donde debía estar. Han sido ellos los que le han colocado allí. El creyente no está destinado al sepulcro, porque aunque muere, sigue viviendo. Con su grito, Jesús quiere mostrar a Lázaro vivo. Los destinatarios del grito son ellos, no Lázaro. Ellos tienen que convencerse de que la muerte física no ha interrumpido la Vida. Entendido literalmente, sería absurdo gritar para que el muerto oyera.
Salió el muerto con las piernas y los brazos atados. Las piernas y los brazos atados muestran al hombre incapaz de movimiento y actividad, por lo tanto, sin posibilidad de desarrollar su humanidad (ciego de nacimiento). El ser humano, que no nace a la nueva Vida, permanece atado de pies y manos, imposibilitado para crecer como tal ser humano. Una vez más es imposible entender la frase literalmente. ¿Cómo pudo salir, si tenía los pies atados? Parecía un cadáver, pero estaba vivo.
Lázaro ostenta todos los atributos de la muerte, pero sale él mismo porque está vivo. Todos tienen que tomar conciencia de su nueva situación. “Desatadlo y dejadlo que se marche”. Son ellos los que lo han atado y ellos son los que deben soltarlo. No devuelve a Lázaro al ámbito de la comunidad, sino que le deja en libertad. También ellos tienen que desatarse del miedo a la muerte que paraliza. Ahora, sabiendo que morir no significa dejar de vivir, podrán entregar su vida como Jesús.
Meditación
El relato nos invita a pasar de la muerte a la Vida.
Se trata de la Vida que no termina, la definitiva.
Es la misma Vida de Dios, comunicada al hombre.
Es la ÚNICA VIDA que lo inunda todo.
No es algo que Dios nos da o deja de darnos.
Es Dios comunicándonos su mismo ser.
Su ser es el fundamento de nuestro verdadero ser.
Jesús nos invita a descubrir y a vivir esa realidad.
Fray Marcos
MORIR ES DESCANSAR EN EL MISTERIO DE LA MISERICORDIA DE DIOS
Jn 11, 1-45
Jesús nunca oculta su cariño hacia tres hermanos que viven en Betania. Seguramente son los que le acogen en su casa siempre que sube a Jerusalén. Un día, Jesús recibe un recado: «Nuestro hermano Lázaro, tu amigo, está enfermo». Al poco tiempo Jesús se encamina hacia la pequeña aldea.
Cuando se presenta, Lázaro ha muerto ya. Al verlo llegar, María, la hermana más joven, se echa a llorar. Nadie la puede consolar. Al ver llorar a su amiga y también a los judíos que la acompañan, Jesús no puede contenerse. También él «se echa a llorar» junto a ellos. La gente comenta: «¡Cómo lo quería!».
Jesús no llora solo por la muerte de un amigo muy querido. Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos ante la muerte. Todos llevamos en lo más íntimo de nuestro ser un deseo insaciable de vivir. ¿Por qué hemos de morir? ¿Por qué la vida no es más dichosa, más larga, más segura, más vida?
El hombre de hoy, como el de todas las épocas, lleva clavada en su corazón la pregunta más inquietante y más difícil de responder: ¿qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? Es inútil tratar de engañarnos. ¿Qué podemos hacer ante la muerte? ¿Rebelarnos? ¿Deprimirnos?
Sin duda, la reacción más generalizada es olvidarnos y «seguir tirando». Pero, ¿no está el ser humano llamado a vivir su vida y a vivirse a sí mismo con lucidez y responsabilidad? ¿Solo hacia nuestro final nos hemos de acercar de forma inconsciente e irresponsable, sin tomar postura alguna?
Ante el misterio último de la muerte no es posible apelar a dogmas científicos ni religiosos. No nos pueden guiar más allá de esta vida. Más honrada parece la postura del escultor Eduardo Chillida, al que en cierta ocasión le escuché decir: «De la muerte, la razón me dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada».
Los cristianos no sabemos de la otra vida más que los demás. También nosotros nos hemos de acercar con humildad al hecho oscuro de nuestra muerte. Pero lo hacemos con una confianza radical en la bondad del Misterio de Dios que vislumbramos en Jesús. Ese Jesús al que, sin haberlo visto, amamos y al que, sin verlo aún, damos nuestra confianza.
Esta confianza no puede ser entendida desde fuera. Solo puede ser vivida por quien ha respondido, con fe sencilla, a las palabras de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida. ¿Crees tú esto?». Recientemente, Hans Küng, el teólogo católico más crítico del siglo XX, cercano ya a su final, ha dicho que, para él, morirse es «descansar en el misterio de la misericordia de Dios». Así quiero morir yo.
José Antonio Pagola
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