jueves, 31 de mayo de 2018

ENTENDER LA EUCARISTÍA - PAN Y VINO Y SU SIMBOLISMO

Así de sencillo y normal, así de cotidiano y desmitificado, la Iglesia, la comunidad cristiana empieza alrededor de la mesa, del compartir sabores y saberes. Del mostrarnos como somos, del contar la vida y lo que nos la deteriora…
Con la renovación litúrgica del Concilio se dio el gran paso de “altar de sacrificio y de ofrenda para calmar la ira de Dios o conseguir su favor: rodillas, latín, incienso… sentido de expiación, mujeres con velo, separadas de los hombres, el sacerdote –como en el AT– era el intermediario imprescindible ante Dios.
La reforma litúrgica, cambia el sentido de fondo: no es altar de sacrificio sino mesa alrededor de la que se reúne la comunidad. Todo da un giro: lengua vernácula, distribución del mobiliario significativo de lo que queremos ritualizar, participación del pueblo o comunidad.
Ya no es altar de sacrificio (AT) sino mesa de la comunidad. Celebración, no expiación.
AMBIENTACIÓN ANTROPOLÓGICA:
- Jesús, compañero de mesa, no nos obliga a ir a misa, nos invita a ser mesa de acogida y de compartir si queremos ser sus amig@s.
La eucaristía cristiana es un sacramento hondamente arraigado en la vida humana. La Eucaristía es, ante todo, la comida humana, el hecho del comer, que deviene sacramento dentro de una vivencia de fe.
La eucaristía como signo central de la fe arraiga en el simbolismo, que ya de por sí posee la comida humana, por el cual remite a lo trascendente y queda abierta al Misterio.
Podemos distinguir una triple dimensión en el comer:
- es ante todo un hecho humano: sentido antropológico
- puede ser un hecho sacral: sentido religioso
- finalmente puede devenir un hecho evangélico: sentido cristiano
Desde el punto de vista antropológico su sentido simbólico se ramifica en tres aspectos:
a) Es y expresa una comunicación con la tierra de la que proviene. Comer es entrar en comunión con las energías y fuerzas cósmicas vehiculadas por lo que se degusta e ingiere. Es recibir esa energía que renueva la vida, se regenera la persona, y se experimenta una sensación de plenitud no sólo fisiológica, sino síquica, existencial.
La Tierra y el Cosmos son a su vez símbolos máximos de Vida, epifanías de una Energía renovadora a través del campo, su fertilidad, sus frutos; a través del sol, de la luna con sus ciclos y estaciones, del mar… Están lindando con lo Trascendente y, por tanto, con lo religioso, inseparable de lo antropológico.
Se entra en comunión con toda la realidad cósmica, primero a través de la respiración, del baño en las aguas y la recepción de los rayos solares y finalmente a través del comer.
b) La comida-bebida es expresión de dependencia, de creaturidad. Por esta acción manifestamos y experimentamos que necesitamos salir de nosotros mismos para subsistir. En ella nos encontramos con algo que nos viene de fuera y que necesitamos vitalmente, ya que no podemos sacarlo de nuestro interior.
Somos solidarios del universo porque dependemos de él. Es nuestra dimensión cósmica más palpable. Vivimos gracias a los frutos de la tierra. Este sentido de religación nos insinúa ya lo religioso.
c) El comer es signo de comunicación interhumana, tendemos a comer con, y no a solas. La comida es de raíz una acción que implica comunidad, comunión, comunicación.
Si falta esta dimensión la comida se convierte en simple nutrición. No es un acto humano integral:
- comer y beber juntos es expresión de nuestra unidad de origen y de nuestra solidaridad en la condición humana: compartimos un mismo origen y destino, un mismo arraigamiento en la tierra, en el cosmos.
- comer es muchas veces el resultado de un acto de convidar. La comida deviene convite. Es un hacer común la vida. Se desdobla en dos momentos: en un dar de comer y en un aceptar el comer acogiendo el don.
El que convida le está diciendo a su huésped: te doy mi alimento y mi bebida, con ellos te doy y deseo la salud que producen en mí, así compartimos la misma vida. Mi vida será tu vida, y mi persona será tu persona, te doy mi amistad. Cuando se dan estas circunstancias el convite significa unión personal. Aquí ya vislumbramos la eucaristía como sacramento de la presencia.
- Comer juntos no es sólo entre dos, es muchas veces la acción de un grupo. Como dicen los antropólogos, el comer juntos significa sellar la unión del grupo (familia, pueblo, barrio…), pensemos en ciertas fiestas, romerías… todos se sientan alrededor de la sartén, la hoguera, el cordero… de ahí surge la comensalidad y la convivialidad. Todos tienen un mismo sentimiento de alegría, se contagian un mismo afecto, se generaliza el intercambio de confianza.
Este sustrato popular de comer y beber es terreno abonado para que surja y crezca la comunidad, la eucaristía. Tema hospitalidad, pastoral de la mesa.
¿Por qué pan y vino?
El pan ha sido el alimento base de la cultura mediterránea. Acompaña todo o se come sólo. No sólo sustenta la vida de tantas personas sino que la simboliza por los nueve meses que necesita el trigo para crecer y madurar, el tiempo de una gestación. El pan proviene del trigo cereal que nos recuerda las tierras de secano de donde brota. El vino, bebida fundamental mediterránea, nos recuerda además de la tierra, el sol que caldea la vid.
Su color recuerda a la sangre, el alcohol evoca al espíritu que anima, alegra, desata las lenguas, moviliza los sentimientos cálidos de efusión y comunicación.
Eucaristía y justicia: la eucaristía solo se puede celebrar con pan no arrebatado a los pobres, con pan de justicia, con pan amasado en el compromiso por el interés del pobre, con pan de vida.
Tampoco se puede celebrar la Eucaristía con un pan, símbolo de unas vidas, que se alimentan de la explotación de la tierra para conseguir una producción que quiere engordar los bolsillos de algunos explotadores. Si es el banquete del Reino, los explotadores no tienen sitio a no ser que se conviertan a los valores de Jesús.
Concluyendo este apartado: en el pan y en el vino nos llegan los cuatro elementos de madre naturaleza: la tierra, el sol, el agua y el aire. A través del pan y el vino entramos en contacto con esa naturaleza que nos envuelve y cobija maternalmente. Comulgamos con ella, de esa comunión surge nuestra humanidad, en la que se encarna el Hijo de Dios.
A través de esta unión entre lo cósmico, lo humano y lo divino, nace la nueva creación. A través del alimento eucarístico hay una reconciliación entre el hombre-mujer, la naturaleza y Dios. Hay unión, armonía entre creación cósmico-humana y Creador. Hay una reconciliación pacificadora que es comunión entre humanidad, cosmos y Dios.
Eucaristía es Acción de Gracias, por todo, por todos.

Magdalena Bennásar Oliver
espiritualidadintegradoracristiana.es

No podemos pedir al Padre «el pan nuestro de cada día» sin pensar en aquellos que tienen dificultades para obtenerlo.

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Mc 14, 12-16 y 22-26
Todos los cristianos lo sabemos. La eucaristía dominical se puede convertir fácilmente en un «refugio religioso» que nos protege de la vida conflictiva en la que nos movemos a lo largo de la semana. Es tentador ir a misa para compartir una experiencia religiosa que nos permite descansar de los problemas, tensiones y malas noticias que nos presionan por todas partes.
A veces somos sensibles a lo que afecta a la dignidad de la celebración, pero nos preocupa menos olvidarnos de las exigencias que entraña celebrar la cena del Señor. Nos molesta que un sacerdote no se atenga estrictamente a la normativa ritual, pero podemos seguir celebrando rutinariamente la misa sin escuchar las llamadas del Evangelio.
El riesgo siempre es el mismo: comulgar con Cristo en lo íntimo del corazón sin preocuparnos de comulgar con los hermanos que sufren. Compartir el pan de la eucaristía e ignorar el hambre de millones de hermanos privados de pan, de justicia y de futuro.
En los próximos años se pueden ir agravando los efectos de la crisis mucho más de lo que nos temíamos. La cascada de medidas que se dictan irán haciendo crecer entre nosotros una desigualdad injusta. Iremos viendo cómo personas de nuestro entorno más o menos cercano se van quedando a merced de un futuro incierto e imprevisible.
Conoceremos de cerca inmigrantes privados de una asistencia sanitaria adecuada, enfermos sin saber cómo resolver sus problemas de salud o medicación, familias obligadas a vivir de la caridad, personas amenazadas por el desahucio, gente desasistida, jóvenes sin un futuro claro… No lo podremos evitar. O endurecemos nuestros hábitos egoístas de siempre o nos hacemos más solidarios.
La celebración de la eucaristía en medio de esta sociedad en crisis puede ser un lugar de concienciación. Necesitamos liberarnos de una cultura individualista que nos ha acostumbrado a vivir pensando solo en nuestros propios intereses, para aprender sencillamente a ser más humanos. Toda la eucaristía está orientada a crear fraternidad.
No es normal escuchar todos los domingos a lo largo del año el Evangelio de Jesús sin reaccionar ante sus llamadas. No podemos pedir al Padre «el pan nuestro de cada día» sin pensar en aquellos que tienen dificultades para obtenerlo. No podemos comulgar con Jesús sin hacernos más generosos y solidarios. No podemos darnos la paz unos a otros sin estar dispuestos a tender una mano a quienes están más solos e indefensos ante la crisis.

José Antonio Pagola

¿QUISO JESÚS UN CLERO COMO EL QUE TENEMOS?

Es un hecho, suficientemente conocido, que el papa Francisco, está encontrando numerosas y, a veces, fuertes resistencias que provienen, no de los tradicionales enemigos de la Iglesia, sino precisamente y de manera sorprendente de sectores importantes del clero. Resistencias que inevitablemente se contagian a no pocos seglares, que se distancian de la Iglesia o desconfían del papa Francisco y sus enseñanzas.
Sea lo que sea de este asunto, no cabe duda que las relaciones del papa Francisco con el clero no son siempre fluidas y sencillas. Este papa ha criticado no pocos comportamientos de hombres del clero, sin reparar en cargos, dignidades y comportamientos de los "hombres de Iglesia" que, en no pocos casos, han puesto al descubierto asuntos turbios o incluso escandalosos. ¿No sería mejor ocultar -o intentar ocultar- determinadas conductas que, al hacerse públicas, escandalizan a la gente y hacen daño a creyentes y no creyentes?
No cabe duda que este papa quiere cambiar muchas cosas. Como el mismo papa ha dicho, hace pocos días, "esto va en serio". Hasta llegar a donde sea preciso. Hasta las últimas consecuencias.
Y ¿cuál sería la última de esas consecuencias? Pues, si es que vamos hasta el fondo y sin miedos, creo que ha llegado el momento de afrontar una pregunta que posiblemente nos asusta: ¿estamos seguros de que Dios quiere que en la Iglesia exista un clero como el que tenemos?
La palabra "clero" no aparece en el Nuevo Testamento. Ese término lo introdujeron algunos escritores cristianos seguramente, en el s. III. Como es sabido, la palabra clero viene del griego kleros, que significa "lote", en el sentido de "herencia". De ahí que "clero" se entendió como grupo o conjunto de personas "privilegiadas" o exentas de cargas fiscales y otras obligaciones, que se concedieron a la Iglesia, sobre todo a partir del año 313, con motivo de la llamada conversión del emperador Constantino (Peter Brown, Por el ojo de una aguja, Barcelona, Acantilado, 2016, 103-104). En concreto, los "privilegiados" fueron los dirigentes de la Iglesia. Dicho brevemente, el "clero" se volvió distinguido porque era privilegiado. Así ha sido desde el s. IV. Y así lo sigue siendo.
Sin embargo, si algo hay claro en los evangelios, es que Jesús no quiso ni privilegios, ni privilegiados en su comunidad de "seguidores" y discípulos. A esto se opuso Jesús, de forma tajante, cuando dos de sus discípulos, Santiago y Juan, pretendieron los primeros puestos (Mc 10, 35-46; Mt 20, 20-28). Y, sobre todo, en la Cena de despedida, Jesús les impuso a sus apóstoles el ejemplo de vida que tenían que llevar: lavar los pies a los demás (Jn 13, 12-15). Lo que era decirles que tenían que ir por la vida, no precisamente como privilegiados, sino como esclavos al servicio de los otros.
Pero ocurrió que, con el paso del tiempo, las cosas cambiaron. Fue entre los siglos IV y VI, cuando obispos y clérigos alcanzaron posiciones de privilegio, enormes riquezas y condiciones que llevaron a aquellos hombres a ser los grandes señores de Occidente. Al decir esto, no pretendo ni insinuar que los clérigos de hoy sean "grandes señores". No lo son. Pero sí ocurre, no pocas veces, que encuentra uno "hombres de Iglesia" que en realidad lo que buscan en la vida es más "instalarse" en este mundo que "seguir a Jesús", con todas sus consecuencias.
¿Se puede asegurar que Jesús quiso una Iglesia dividida y separada en dos categorías de cristianos, "clérigos" con poderes y dignidades los unos, "laicos" sumisos y profanos, los otros? Por supuesto, así se ha mantenido sólidamente la religión, sus templos y sus liturgias. Pero, a partir de semejante división, ¿hemos vivido y vivimos mejor el Evangelio? ¿Somos así mejores "seguidores de Jesús"?
El "clero", tal como lo tenemos y tal como funciona, no fue un invento de Jesús el Señor. Lo inventó el egoísmo humano. Ni pertenece a la "Fe divina y católica" que la Iglesia tenga que estar dividida así. En la Iglesia puede haber ministros del Señor, testigos del Evangelio y personas responsables de las comunidades cristianas, que cumplan tales funciones sin necesidad de ser los "privilegiados" y "consagrados", como lo vienen siendo desde la Antigüedad tardía.
¿No se podrían ir introduciendo cambios, que el pueblo creyente sea capaz de ir asimilando, para preparar una Iglesia del futuro, que sea menos "clerical", pero más "evangélica? ¿O es que nos va mejor con la Religión que con el Evangelio?

José María Castillo
Religión Digital

miércoles, 23 de mayo de 2018

CÓMO LOGRAR VIVIR EN PAZ EN ESTE MUNDO

Los domingos suelo ver el programa plurirreligioso de TV 2, con breves presentaciones a cargo de judíos, musulmanes, evangélicos y católicos. Si después le resumo a un amigo lo que se ha dicho en cada una de estas presentaciones, generalmente no sabrá a quién atribuir cada uno de estos resúmenes. Esto mismo pasaría si incluimos otras religiones, o filosofías, incluso las que se reconocen como ateas.
Es que en los resúmenes no vamos a los detalles sino al contenido del mensaje, y en el fondo, todos coincidimos en lo mismo. El programa ético lo traemos de fábrica.
Recuerdo que en Filosofía decíamos que a mayor abstracción (generalidades) se abarca mayor número sujetos, y a mayor concreción se abarca menos. En nuestro caso, si entramos en detalles, si hablamos del sábado el domingo o el viernes, si hablamos de alimentos impuros o de indulgencias, si hablamos de  tantos otros detalles, ya estaremos reduciéndonos a una sola religión.
Las religiones concretan y socializan ese programa ético; yo lo llamaría simplemente la conciencia, la Presencia de Dios en todos nosotros. Lo mismo hace el lenguaje con los conceptos que nos va proporcionando la experiencia, los va expresando en el habla de cada pueblo.
La conciencia no tiene una expresión concreta, es más bien un instinto, un olfato para detectar lo justo o injusto de un comportamiento o de una situación: “que nadie escupa sangre pa’ que otro viva mejor”. Este instinto ético entra a veces en conflicto -quizás frecuentemente- con el instinto de conservación (generosamente ampliado por nuestro egoísmo), y estos conflictos van sedimentando y dificultan, y opacan, la transparencia de esa visión ética.
Las religiones tratan de ser una prótesis para facilitar la pureza de esa mirada ética, sin embargo la Historia nos enseña que paulatinamente esa prótesis va acumulando tanto o más sedimentos egoístas; y eso obliga a volver, lo más sinceramente posible, a la propia experiencia ética. Esto es lo que hizo Jesús: “Habéis oído que se dijo a los antepasados… pero yo os digo” (Mt 5,21).
¿Superan las religiones a la ética porque añaden una religación con Dios? Creo que añaden una explicación de Dios, conveniente, necesaria quizás para muchos, pero inevitablemente envuelta en el misterio, inexpresable en términos humanos (¿transpersonal?). La verdadera religación con Dios se da en el comportamiento ético basado en el amor. “Ubi caritas et amor, Deus ibi est”, donde hay amor desinteresado, allí está Dios.
Jesús vivió a Dios como Padre y reconoció que amarle es nuestro primer deber, pero también reconoció que amar al prójimo ya es amar Dios, aunque no se le conozca expresamente, como explicó con  las parábolas del buen samaritano y del juicio final, del ateo santo que fue solidario sin conocer a Dios.
Me he permitido este juego de palabras para expresar que la conciencia es el Mínimo Común Éticoel denominador común que nos identifica a todos. Afortunadamente existen otras coincidencias concretas que abarcan grandes sectores de la humanidad; son deseables e incluso necesarias.
Bienvenida sea la Declaración universal de los Derechos Humanos, aunque no sea tan universalmente aceptada. Bienvenido sea el intento de elaborar una Ética de mínimos, con suficiente concreción a situaciones reales. Bienvenidas sean las religiones o las instituciones civiles que estimulen un generoso programa de justicia y solidaridad.

Gonzalo Haya

DEJEMOS DE LADO LOS DOGMAS PARA PODER LLEGAR AL DIOS AMOR

Mt 28, 16-20
En el núcleo de la fe cristiana en un Dios trinitario hay una afirmación esencial. Dios no es un ser tenebroso e impenetrable, encerrado egoístamente en sí mismo. Dios es Amor y solo Amor. Los cristianos creemos que, en el Misterio último de la realidad, dando sentido y consistencia a todo, no hay sino Amor. Jesús no ha escrito ningún tratado acerca de Dios. En ningún momento lo encontramos exponiendo a los campesinos de Galilea doctrina sobre él. Para Jesús, Dios no es un concepto, una bella teoría, una definición sublime. Dios es el mejor Amigo del ser humano.
Los investigadores no dudan de un dato que recogen los evangelios. La gente que escuchaba a Jesús hablar de Dios y le veía actuar en su nombre experimentaba a Dios como una Buena Noticia. Lo que Jesús dice de Dios les resulta algo nuevo y bueno. La experiencia que comunica y contagia les parece la mejor noticia que pueden escuchar de Dios. ¿Por qué?
Tal vez lo primero que captan es que Dios es de todos, no solo de los que se sienten dignos para presentarse ante él en el Templo. Dios no está atado a un lugar sagrado. No pertenece a una religión. No es propiedad de los piadosos que peregrinan a Jerusalén. Según Jesús, «hace salir su sol sobre buenos y malos». Dios no excluye ni discrimina a nadie. Jesús invita a todos a confiar en él: «Cuando oréis, decid: "¡Padre!"».
Con Jesús van descubriendo que Dios no es solo de los que se acercan a él cargados de méritos. Antes que a ellos escucha a quienes le piden compasión, porque se sienten pecadores sin remedio. Según Jesús, Dios anda siempre buscando a los que viven perdidos. Por eso se siente tan amigo de pecadores. Por eso les dice que él «ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido».
También se dan cuenta de que Dios no es solo de los sabios y entendidos. Jesús le da gracias al Padre porque le gusta revelar, a los pequeños, cosas que les quedan ocultas a los ilustrados. Dios tiene menos problemas para entenderse con el pueblo sencillo que con los doctos que creen saberlo todo.
Pero fue sin duda la vida de Jesús, dedicado en nombre de Dios a aliviar el sufrimiento de los enfermos, liberar a poseídos por espíritus malignos, rescatar a leprosos de la marginación, ofrecer el perdón a pecadores y prostitutas..., lo que les convenció de que Jesús experimentaba a Dios como el mejor Amigo del ser humano, que solo busca nuestro bien y solo se opone a lo que nos hace daño. Los seguidores de Jesús nunca pusieron en duda que el Dios encarnado y revelado en Jesús es Amor y solo Amor hacia todos.

José Antonio Pagola

viernes, 18 de mayo de 2018

EL PROYECTO LAICO DE JESÚS

El proyecto de Jesús era formar una sociedad justa basada en la fraternidad como hijos de Dios. Tiene por tanto una motivación trascendente -que puede considerarse religiosa- y una concreción social inmersa plenamente en nuestra vida diaria -que puede considerarse laica. Digo laica, porque reconoce las normas razonables según el consenso de la sociedad.
En nuestra práctica religiosa, las relaciones con Dios -el culto y las creencias- han monopolizado nuestra atención relegando a un segundo plano nuestras relaciones mutuas en justicia y solidaridad. Sin embargo Jesús situó el segundo mandamiento -la relación fraternal- en el mismo nivel que la relación con Dios (Mt 22,34-40). 
Más aún, a las dudas de la mujer samaritana sobre el culto religioso, responde Jesús: “Se acerca la hora en que no daréis culto al Padre ni en este monte ni en Jerusalén... los que dan culto verdadero adorarán al Padre con espíritu y lealtad” (Jn 4,213).
En su experiencia mística, del Jordán, Jesús sintió a Dios como Padre que le transmitía su espíritu y le enviaba “a dar la buena noticia a los pobres, a proclamar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año favorable del Señor” (Lc 4,18s).
Jesús interpretó su misión fundamentalmente en el ámbito de lo laico, de la vida diaria, más que en el ámbito de lo religioso. Su enseñanza no se centró en Jerusalén ni en el Templo, no ocupó la cátedra de Moisés, sino que recorrió las aldeas de Galilea y sus alrededores escuchando los problemas del pueblo, haciendo lo que podía por remediarlos o suavizarlos -fueran milagros o placebos-, y promoviendo unas relaciones de solidaridad y fraternidad. “Pasó haciendo el bien  y curando a todos los sojuzgados por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hechos 10,38).
La autenticidad de una experiencia mística se manifiesta en la compasión. San Juan de la Cruz acudía frecuentemente a los hospitales a cuidar a los enfermos y fregar sus bacinicas. Simone Weil, de familia judía, filósofa y mística, trabajó como obrera agrícola e industrial, y se comprometió por los derechos humanos; pero no quería recibir el bautismo porque no aceptaba su estricta ortodoxia.
La religión judía se radicalizó al volver del exilio babilónico (siglo VI a V aC). Esdras y Nehemías reconstruyeron el Templo y las murallas de Jerusalén, y reelaboraron los textos de la Ley, para reafirmar la cohesión del pueblo judío, que se había dispersado y contaminado con la religión y las costumbres de sus vecinos. Para fortalecer y preservar la identidad judía, introdujeron el descanso sabático en el relato de la creación, endurecieron la prohibición de los alimentos impuros y la comida con los paganos, y anularon los matrimonios con mujeres paganas, a las que incluso expulsaron a sus países de origen. La religión, más que una relación con Dios, se convirtió en una garantía de su identidad nacional.
Jesús invirtió los términos. La relación con Dios no se concretaba en un nacionalismo administrado por la jerarquía sacerdotal del Templo de Jerusalén, sino en una relación solidaria y fraternal no sólo entre los mismos judíos, sino también con los pueblos considerados paganos. Jesús practicó sus curaciones -signos de la salvación mesiánica- igualmente a los enfermos samaritanos, romanos, gerasenos o fenicios.
Comprendió que la religión no podía impedir, ni dificultar, ni ignorar, esta solidaridad fraterna y universal. El descanso sabático no podía impedir la curación de un enfermo, ¡ni aplazarla hasta el día siguiente!; las impurezas legales no podían impedir la comida con los vecinos, aunque fueran de otras religiones.
El Dios de Jesús no es el dios de una religión exclusivista -judía, cristiana, musulmana, o hinduista- sino el Dios de la creación “que hace salir el sol sobre buenos y malos” y “que viste a los lirios del campo” (Mt 5,45; Lc 12,7). 
Las enseñanzas de Jesús tratan más de las relaciones humanas que de las relaciones con Dios; el segundo mandamiento es igual al primero, toda Ley se resume no en el culto sino en el amor fraterno, “si yendo a presentar tu ofrenda al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, ante el altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu ofrenda” (Mt 5,23s).
Al leer los evangelios, nos llama la atención las frecuentes referencias a curaciones y a las comidas en común, ya fueran sardinas en la playa o un festín de boda, y es que Jesús puso la salud y las relaciones humanas en la base de su proyecto de igual y solidaridad social. Por eso comía con los discípulos, con familias amigas, con multitudes judías y paganas, o con fariseos, y recaudadores de los impuestos. El único sacramento que claramente instituyó Jesús, lo presentó como una comida, el pan y el vino repartidos y compartidos, La Cena del Señor (que Pablo y las primeras comunidades interpretaron como sacrificio pascual).
Para explicar su proyecto social -el Reino o gobernanza de Dios- Jesús no empleaba términos o ejemplos religiosos, sino palabras y ejemplos tomados de la vida diaria de todo ciudadano. Ejemplos tomados de los elementos de la naturaleza, el sol, la lluvia, el trigo y la cizaña, los árboles, la viña, los rebaños; de los oficios comunes: en el hogar, en la pesca, o en el campo, emprendidos con arrogancia, apocamiento, o prudencia; de la relaciones sociales: amigos, celebraciones sociales por boda o encuentros familiares, asistencia a un herido abandonado, y especialmente de las relaciones padre-hijo.
El proyecto de Jesús tiene una motivación religiosa o, mejor, trascendente: Dios como Padre común de todo el género humano; pero su contenido es tan laico como el de la Revolución Francesa: igualdad y fraternidad en libertad (sin guillotina).

Gonzalo Haya

EN NUESTRA VIDA YA NO HAY SITIO PARA DIOS

Jn 20, 19-23
Poco a poco estamos aprendiendo a vivir sin interioridad. Ya no necesitamos estar en contacto con lo mejor que hay dentro de nosotros. Nos basta con vivir entretenidos. Nos contentamos con funcionar sin alma y alimentarnos solo de bienestar. No queremos exponernos a buscar la verdad. Ven, Espíritu Santo, y libéranos del vacío interior.
Hemos aprendido a vivir sin raíces y sin metas. Nos basta con dejarnos programar desde fuera. Nos movemos y agitamos sin cesar, pero no sabemos qué queremos ni hacia dónde vamos. Estamos cada vez mejor informados, pero nos sentimos más perdidos que nunca. Ven, Espíritu Santo, y libéranos de la desorientación.
Apenas nos interesan ya las grandes cuestiones de la existencia. No nos preocupa quedarnos sin luz para enfrentarnos a la vida. Nos hemos hecho más escépticos, pero también más frágiles e inseguros. Queremos ser inteligentes y lúcidos. Pero no encontramos sosiego ni paz. Ven, Espíritu Santo, y libéranos de la oscuridad y la confusión interior.
Queremos vivir más, vivir mejor, vivir más tiempo, pero ¿vivir qué? Queremos sentirnos bien, sentirnos mejor, pero ¿sentir qué? Buscamos disfrutar intensamente de la vida, sacarle el máximo jugo, pero no nos contentamos solo con pasarlo bien. Hacemos lo que nos apetece. Apenas hay prohibiciones ni terrenos vedados. ¿Por qué queremos algo diferente? Ven, Espíritu Santo, y enséñanos a vivir.
Queremos ser libres e independientes y nos encontramos cada vez más solos. Necesitamos vivir y nos encerramos en nuestro pequeño mundo, a veces tan aburrido. Necesitamos sentirnos queridos y no sabemos crear contactos vivos y amistosos. Al sexo lo llamamos «amor», y al placer, «felicidad», pero ¿quién saciará nuestra sed? Ven, Espíritu Santo, y enséñanos a amar.
En nuestra vida ya no hay sitio para Dios. Su presencia ha quedado reprimida o atrofiada dentro de nosotros. Llenos de ruidos por dentro, ya no podemos escuchar su voz. Volcados en mil deseos y sensaciones, no acertamos a percibir su cercanía. Sabemos hablar con todos menos con él. Hemos aprendido a vivir de espaldas al Misterio. Ven, Espíritu Santo, y enséñanos a creer.
Creyentes y no creyentes, poco creyentes y malos creyentes, así peregrinamos muchas veces por la vida. En la fiesta cristiana del Espíritu Santo, a todos nos dice Jesús lo que un día dijo a sus discípulos, exhalando sobre ellos su aliento: «Recibid el Espíritu Santo». Ese Espíritu que sostiene nuestras pobres vidas y alienta nuestra débil fe puede penetrar en nosotros y reavivar nuestra existencia por caminos que solo él conoce.

José Antonio Pagola

miércoles, 9 de mayo de 2018

Cuando la crisis nos obligue a centrarnos solo en lo esencial, veremos con claridad que nada es más importante hoy para los cristianos que reunirnos a leer, escuchar y compartir juntos los relatos evangélicos

Los evangelistas describen con diferentes lenguajes la misión que Jesús confía a sus seguidores. Según Mateo han de «hacer discípulos» que aprendan a vivir como él les ha enseñado. Según Lucas, han de ser «testigos» de lo que han vivido junto a él. Marcos lo resume todo diciendo que han de «proclamar el Evangelio a toda la creación».
Quienes se acercan hoy a una comunidad cristiana no se encuentran directamente con el Evangelio. Lo que perciben es el funcionamiento de una religión envejecida, con graves signos de crisis. No pueden identificar con claridad en el interior de esa religión la Buena Noticia proveniente del impacto provocado por Jesús hace veinte siglos.
Por otra parte, muchos cristianos no conocen directamente el Evangelio. Todo lo que saben de Jesús y su mensaje es lo que pueden reconstruir de manera parcial y fragmentaria, recordando lo que han escuchado a catequistas y predicadores. Viven su religión privados del contacto personal con el Evangelio.
¿Cómo podrán proclamarlo si no lo conocen en sus propias comunidades? El Concilio Vaticano II ha recordado algo demasiado olvidado en estos momentos: «El Evangelio es, en todos los tiempos, el principio de toda su vida para la Iglesia». Ha llegado el momento de entender y configurar la comunidad cristiana como un lugar donde lo primero es acoger el Evangelio de Jesús.
Nada puede regenerar el tejido en crisis de nuestras comunidades como la fuerza del Evangelio. Solo la experiencia directa e inmediata del Evangelio puede revitalizar la Iglesia. Dentro de unos años, cuando la crisis nos obligue a centrarnos solo en lo esencial, veremos con claridad que nada es más importante hoy para los cristianos que reunirnos a leer, escuchar y compartir juntos los relatos evangélicos.
Lo primero es creer en la fuerza regeneradora del Evangelio. Los relatos evangélicos enseñan a vivir la fe no por obligación, sino por atracción. Hacen vivir la vida cristiana no como deber, sino como irradiación y contagio. Es posible introducir en las parroquias una dinámica nueva. Reunidos en pequeños grupos, en contacto con el Evangelio, iremos recuperando nuestra verdadera identidad de seguidores de Jesús.
Hemos de volver al Evangelio como nuevo comienzo. Ya no sirve cualquier programa o estrategia pastoral. Dentro de unos años, escuchar juntos el Evangelio de Jesús no será una actividad más entre otras, sino la matriz desde la que comenzará la regeneración de la fe cristiana en las pequeñas comunidades dispersas en medio de una sociedad secularizada.
Tiene razón el papa Francisco cuando nos dice que el principio y motor de la renovación de la Iglesia en estos tiempos hemos de encontrarlo en «volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio».

José Antonio Pagola

CÓMO ENTENDER LA FIESTA DE LA ASCENCIÓN EN EL SIGLO XXI

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Mc 16, 15-20
¿Qué estamos celebrando? Es la pregunta que debemos hacernos hoy. Nos va a costar Dios y ayuda superar la visión física, corpórea y chata de la Ascensión, que venimos aceptando durante demasiados siglos. Nos encontramos con el problema de siempre: Mezclar la realidad con el relato mítico. La Ascensión no es más que un aspecto de la cristología pascual. Resurrección, Ascensión, glorifica­ción, Pentecostés, constituyen una sola realidad, que está fuera del alcance de los sentidos. Esa realidad no temporal, no localizable, es la más importante para la primera comunidad y es la que hay que tratar de descubrir.
Hoy tenemos conocimientos suficientes para intentar una interpretación más acorde con lo que los textos nos quieren trasmitir. No podemos seguir pensando en un Jesús subiendo físicamente más allá de las nubes. Para poder entender la fiesta de la Ascensión, debemos volver al tema central de Pascua. Estamos celebrando la Vida, pero no la biológica sino la divina. Esa Vida no está sujeta al tiempo, por lo tanto no hay en ella acontecimientos, es eterna e inmutable. Solo teniendo en cuenta estas sencillas verdades, podremos comprender adecuadamente lo que estamos celebrando este domingo.
Mt no sabe nada de una ascensión. Jn no habla de ascensión, pero en la última aparición, Jesús le dice a Pedro: “si quiero que éste permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?” Está claro que para volver, primero tiene que irse. El final canónico de Mc, que fue añadido a mediados del s. II, nos dice que Jesús se sentó a la derecha de Dios. Solo Lc nos habla de ascensión: “se separó de ellos y fue elevado al cielo”. También en Hechos nos cuenta, incluso con todo lujo de detalles, la subida de Jesús al cielo.
Relatos de raptos eran frecuentes en la literatura clásica. Tito Livio, en su obra histórica sobre Rómulo dice: “Cierto día Rómulo organizó una asamblea popular junto a los muros de la ciudad para arengar al ejército. De repente irrumpe una fuerte tempestad. El rey se ve envuelto en una densa nube. Cuando la nube se disipa, Rómulo ya no se encontraba sobre la tierra; había sido arrebatado al cielo”. Tenemos otros ejemplos: Heracles, Empédocles, Alejandro Magno y Apolonio de Tiana. Todos siguen el mismo esquema.
El AT cuenta el rapto de Elías. También se habla de la asunción de Henoc en (Gen 5, 24). El libro eslavo de Henoc, escrito judío del siglo primero después de Cristo, describe el rapto de Henoc: “Después de haber hablado Henoc al pueblo, envió Dios una fuerte oscuridad sobre la tierra que envolvió a todos los hombres que estaban con Henoc. Y vinieron los ángeles y cogieron a Henoc y lo llevaron hasta lo más alto de los cielos. Dios lo recibió y lo colocó ante su rostro para siempre”. Nada nuevo bajo el sol.
La palabra “cielo” es muy utilizada en religión. La repetimos dos veces en el Padrenuestro, dos en el Gloria y tres en el credo. Arrastra una amplia gama de significados desde la cultura griega y de todo el Oriente Medio. La complejidad de las concepciones del mundo físico en aquella época explica los innumerables matices que encontramos en el “cielo” teológico. No es fácil dilucidar qué sentido se quiere dar a la palabra en cada caso. En el bautismo de Jesús, el cielo se rasgó y lo divino bajó hasta él. Cuando termina su ciclo vital, el cielo vuelve a romperse para que Jesús vuelva a traspasar el límite de lo terreno, para entrar en el cielo.
Un dato muy interesante que nos proporciona la exégesis es que las más antiguas expresiones de la experiencia pascual que han llegado hasta nosotros, sobre todo en escritos de Pablo, están formuladas en términos de exaltación y glorifica­ción, no con la idea de resurrección y menos aún de ascensión. En el AT encontramos abundantes textos que hablan del siervo doliente, machacado por los hombres, pero reivindicado por Dios. Esta fue la base de la idea de glorificación con la que se quiso expresarse la experiencia pascual.
Lo que celebramos no está en el tiempo, pertenecen al hoy como al ayer, no hacen referencia a un pasado. Son realidades que están hoy en nuestra propia vida. Puedo vivirlas como las vivieron los discípulos. El hombre Jesús se transforma definitivamen­te, alcanzando la meta suprema. Se hace una sola realidad con Dios. Nosotros necesitamos desglosar esa realidad para intentar penetrar en su misterio, analizando los distintos aspectos que la integran. La Ascensión quiere manifestar que llegó a lo más alto, pero no en sentido físico.
La verdadera ascensión de Jesús empezó en el pesebre y terminó en la cruz cuando exclamó: "consumatum est". Ahí terminó la trayectoria humana de Jesús y sus posibilidades de crecer. Después de ese paso, todo es como un chispazo que dura toda la eternidad. Pero había llegado a la plenitud total en Dios, precisamen­te por haberse despegado (muerto) de todo lo que en él era caduco, transitorio, terreno. Solo permaneció de él lo que había de  Dios y por tanto se identificó con Dios totalmente, divinamente. Esa es también nuestra meta. El camino también es el mismo que recorrió Jesús: despegarnos de nuestro ego.
La experiencia pascual, consistió en ver a Jesús de una manera nueva. El haber vivido con él, el haber escuchado lo que decía y visto lo que hacía, no les llevó a la comprensión de su verdadero ser. Estaban demasiado pegados a lo externo, y lo que hay de divino en Jesús no puede entrar por los sentidos. Su desaparición les obligó a mirar dentro de sí, y descubrir allí lo que había vivido Jesús. Solo entonces ven al verdadero Jesús. Hoy seguimos apegados a una imagen terrena de Jesús que también nos impide descubrir su verdadero ser.
Esa vivencia no puede venir de fuera, sino de lo más íntimo de nosotros mismos. Por eso decía Pablo en la segunda lectura: "Que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerle; ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la riqueza..." No se pide ciencia, sino Sabiduría. No pide que nos ilumine los ojos del cuerpo ni de la mente, sino los del corazón. Todo lo que podamos aprender sobre Dios y Jesús, nunca podrá suplir la experiencia interior.
Debemos tener en cuenta que todos estos relatos teológicos tienen una finalidad catequética. Están elaborados para que nosotros entremos en la dinámica de Jesús. No se nos proponen para que admiremos la figura de Jesús ni para que nos sintamos atraídos por ella, sino para que repitamos su misma vivencia. "El padre que vive..." En él debemos descubrir las posibilidades que todo ser humano tiene de llegar a lo más alto del “cielo”. La verdadera salvación del hombre no está en que los libren del pecado, sino en alcanzar la plenitud a la que estamos llamados todos. Esta verdad es la base de toda salvación.
El fin del periplo humano de Jesús da paso al comienzo de la nueva comunidad. Podemos considerar la Ascensión como el final de una etapa en la que los discípulos tuvieron una experiencia singular y única de un Jesús vivo. Sería el momento en que los primeros cristianos dejan de estar pasmados y empiezan la tarea de llevar esa experiencia a todos los hombres. Dejan de mirar hacia el cielo y comienzan a mirar a la tierra. Recordemos que los cuarenta días no es una medida cronológica. Se trata de un kairos espiritual.

Meditación
Hoy nos fijamos en la meta a la que Jesús llegó,
que es, al mismo tiempo, el punto del que partió.
Todos hemos salido del Padre y hemos llegado al mundo.
Todos tenemos que dejar el mundo y volver al Padre.
Ese Padre está en lo más hondo de nuestro ser.
Si me empeño en buscarlo en otra parte, encontraré al ídolo.

Fray Marcos

jueves, 3 de mayo de 2018

SÓLO ES FELIZ QUIEN HACE AL MUNDO MÁS FELIZ

Jn 15, 9-17
No es fácil la alegría. Los momentos de auténtica felicidad parecen pequeños paréntesis en medio de una existencia de donde brotan constantemente el dolor, la inquietud y la insatisfacción.
El misterio de la verdadera alegría es algo extraño para muchos hombres y mujeres. Todavía saben quizá reír a carcajadas, pero han olvidado lo que es una sonrisa gozosa, nacida de lo más hondo del ser. Tienen casi todo, pero nada les satisface de verdad. Están rodeados de objetos valiosos y prácticos, pero apenas saben nada de amor y amistad. Corren por la vida absorbidos por mil tareas y preocupaciones, pero han olvidado que estamos hechos para la alegría.
Por eso, algo se despierta en nosotros cuando escuchamos las palabras de Jesús: os he hablado «para que participéis de mi gozo, y vuestro gozo sea completo». Nuestra alegría es frágil, pequeña y está siempre amenazada. Pero algo grande se nos promete. Poder compartir la alegría misma de Jesús. Su alegría puede ser la nuestra.
El pensamiento de Jesús es claro. Si no hay amor, no hay vida. No hay comunicación con él. No hay experiencia del Padre. Si falta el amor en nuestra vida, no queda más que vacío y ausencia de Dios. Podemos hablar de Dios, imaginarlo, pero no experimentarlo como fuente de gozo verdadero. Entonces el vacío se llena de dioses falsos que toman el puesto del Padre, pero que no pueden hacer brotar en nosotros el verdadero gozo que nuestro corazón anhela.
Quizá los cristianos de hoy pensamos poco en la alegría de Jesús y no hemos aprendido a «disfrutar» de la vida, siguiendo sus pasos. Sus llamadas a buscar la felicidad verdadera se han perdido en el vacío tal vez porque seguimos obstinados en pensar que el camino más seguro de encontrarla es el que pasa por el poder, el dinero o el sexo.
La alegría de Jesús es la de quien vive con una confianza limpia e incondicional en el Padre. La alegría del que sabe acoger la vida con agradecimiento. La alegría del que ha descubierto que la existencia entera es gracia.
Pero la vida se extingue tristemente en nosotros si la guardamos para nosotros solos, sin acertar a regalarla. La alegría de Jesús no consiste en disfrutar egoístamente de la vida. Es la alegría de quien da vida y sabe crear las condiciones necesarias para que crezca y se desarrolle de manera cada vez más digna y más sana. He aquí una de las enseñanzas clave del Evangelio. Solo es feliz quien hace un mundo más feliz. Solo conoce la alegría quien sabe regalarla. Solo vive quien hace vivir.

José Antonio Pagola