miércoles, 11 de septiembre de 2019

HOMILÍA DEL PAPA EN MADAGASCAR

Homilía del Papa:
El Evangelio nos dice que «mucha gente acompañaba a Jesús» (Lc 14,25). Como esas multitudes que se agrupaban a lo largo del camino de Jesús, muchos de vosotros habéis venido para acoger su mensaje y para seguirlo. Pero bien sabéis que el seguimiento de Jesús no es fácil. El evangelio de Lucas nos recuerda, en efecto, las exigencias de este compromiso.
Es importante evidenciar cómo estas exigencias se dan en el marco de la subida de Jesús a Jerusalén, entre la parábola del banquete donde la invitación está abierta a todos —especialmente para aquellos rechazados que viven en las calles y plazas, en el cruce de caminos—; y las tres parábolas llamadas de la misericordia, donde también se organiza fiesta cuando lo perdido es hallado, cuando quien parecía muerto es acogido, celebrado y devuelto a la vida en la posibilidad de un nuevo comenzar. Toda renuncia cristiana tiene sentido a la luz del gozo y la fiesta del encuentro con Jesucristo.
La primera exigencia nos invita a mirar nuestros vínculos familiares. La vida nueva que el Señor nos propone resulta incómoda y se transforma en sinrazón escandalosa para aquellos que creen que el acceso al Reino de los Cielos sólo puede limitarse o reducirse a los vínculos de sangre, a la pertenencia a determinado grupo, clan o cultura particular. Cuando el “parentesco” se vuelve la clave decisiva y determinante de todo lo que es justo y bueno se termina por justificar y hasta “consagrar” ciertas prácticas que desembocan en la cultura de los privilegios y la exclusión — favoritismos, amiguismos y, por tanto, corrupción—. La exigencia del Maestro nos lleva a levantar la mirada y nos dice: cualquiera que no sea capaz de ver al otro como hermano, de conmoverse con su vida y con su situación, más allá de su proveniencia familiar, cultural, social «no puede ser mi discípulo» (Lc 14,26). Su amor y entrega es una oferta gratuita por todos y para todos.
La segunda exigencia nos muestra lo difícil que resulta el seguimiento del Señor cuando se quiere identificar el Reino de los Cielos con los propios intereses personales o con la fascinación por alguna ideología que termina por instrumentalizar el nombre de Dios o la religión para justificar actos de violencia, segregación e incluso homicidio, exilio, terrorismo y marginación. La exigencia del Maestro nos anima a no manipular el Evangelio con tristes reduccionismos sino a construir la historia en fraternidad y solidaridad, en el respeto gratuito de la tierra y de sus dones sobre cualquier forma de explotación; animándonos a vivir el «diálogo como camino; la colaboración común como conducta; el conocimiento recíproco como método y criterio» (Documento sobre la fraternidad humana, Abu Dhabi, 4 febrero 2019); no cediendo a la tentación de ciertas doctrinas incapaces de ver crecer juntos el trigo y la cizaña en la espera del dueño de la mies (cf. Mt 13,24-30).
Y, por último, ¡qué difícil puede resultar compartir la vida nueva que el Señor nos regala cuando continuamente somos impulsados a justificarnos a nosotros mismos, creyendo que todo proviene exclusivamente de nuestras fuerzas y de aquello que poseemos Cuando la carrera por la acumulación se vuelve agobiante y abrumadora —como escuchamos en la primera lectura— exacerbando el egoísmo y el uso de medios inmorales! La exigencia del Maestro es una invitación a recuperar la memoria agradecida y reconocer que, más bien que una victoria personal, nuestra vida y nuestras capacidades son fruto de un regalo (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 55) tejido entre Dios y tantas manos silenciosas de personas de las cuales sólo llegaremos a conocer sus nombres en la manifestación del Reino de los Cielos.
Con estas exigencias, el Señor quiere preparar a sus discípulos a la fiesta de la irrupción del Reino de Dios liberándolos de ese obstáculo dañino, en definitiva, una de las peores esclavitudes: el vivir para sí. Es la tentación de encerrarse en pequeños mundos que termina dejando poco espacio para los demás: ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Muchos, al encerrarse, pueden sentirse “aparentemente” seguros, pero terminan por convertirse en personas resentidas, quejosas, sin vida. Esa no es la opción de una vida digna y plena, ese no es el deseo de Dios para nosotros, esa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 2).
En el camino hacia Jerusalén, el Señor, con estas exigencias, nos invita a levantar la mirada, a ajustar las prioridades y sobre todo a crear espacios para que Dios sea el centro y eje de nuestra vida.
Miremos nuestro entorno, ¡cuántos hombres y mujeres, jóvenes, niños sufren y están totalmente privados de todo! Esto no pertenece al plan de Dios. Cuán urgente es esta invitación de Jesús a morir a nuestros encierros, a nuestros individualismos orgullosos para dejar que el espíritu de hermandad —que surge del costado abierto de Jesucristo, de donde nacemos como familia de Dios— triunfe, y donde cada uno pueda sentirse amado, porque es comprendido, aceptado y valorado en su dignidad. «Ante la dignidad humana pisoteada, a menudo permanecemos con los brazos cruzados o con los brazos caídos, impotentes ante la fuerza oscura del mal. Pero el cristiano no puede estar con los brazos cruzados, indiferente, ni con los brazos caídos, fatalista: ¡no! El creyente extiende su mano, como lo hace Jesús con él» (Homilía con motivo de la Jornada Mundial de los Pobres, 18 noviembre 2018).

Homilía del Papa en Madagascar

JESÚS NO VINO A SALVAR... VINO A DECIRNOS QUE ESTAMOS SALVADOS

Lc 15
Hoy leemos el c. 15 de Lc, que empieza exponiendo el contexto en que se desarrollan las tres parábolas: la oveja, la moneda y el hijo perdidos. Todos los publicanos y pecadores se acercaban a él. Los fariseos critican a Jesús por esto. Las tres parábolas son una respuesta de Jesús a esas murmuraciones. Los fariseos pensaban acercarse a Dios a través del cumplimiento de la Ley. Tantas veces se nos ha inculcado la obligación de buscar a Dios por ese camino, que nos quedamos alelados cuando Jesús nos dice que es Él el que nos busca.
A pesar de la radicalidad del domingo pasado (odia a tu familia, ama la cruz, renuncia a todo), hoy nos dice el evangelio que los “pecadores” se acercaban a Jesús. Es la mejor demostración de que no lo entendieron como rigorismo, sino como acogida entrañable. Los fariseos y letrados se acercaban también, pero para espiarle y condenarle. No podían concebir que un representante de Dios pudiera mezclarse con los “malditos”. El Dios de Jesús está radicalmente en contra del sentir de los fariseos.
Las parábolas no necesitan explicación alguna, pero exigen implicación, es decir, que nos dejemos empapar por su mensaje. El dios que nos hemos fabricado a nuestra imagen y semejanza tiene que saltar por los aires. Atreverse a romper una y otra vez el ídolo es la tarea más complicada de toda religión. El Dios de Jesús se identifica con cada una de sus criaturas haciéndolas participes de todo lo que él es. No somos nosotros los que tenemos que “convertirnos” a Dios, porque Él está siempre vuelto hacia cada uno de nosotros. No puede esperar nada de nosotros, pero nosotros, todo lo recibimos de Él.
Las tres parábolas que hemos leído van en la misma dirección. No solo nos invitan a la confianza en un Dios que nos busca con amor sino que trastocan radicalmente la idea de Dios, la idea de pecador y la idea de justo. Si comparamos la primera lectura con el evangelio, descubriremos el abismo que existe entre una concepción y otra. Pero se trata de sustituir conceptos religiosos, que son los más difíciles de desarraigar. Después de veinte siglos, seguimos teniendo la misma dificultad a la hora de cambiar nuestro concepto de Dios.
En los conceptos religiosos de la época, Jesús no pudo expresar toda su experiencia de Dios. Pero, si estamos atentos, podemos descubrir en su mensaje rasgos definitivos del verdadero Dios. El Dios de Jesús es, sobre todo, Abba; es decir, padre y madre que se entrega incondicionalmente a sus criaturas. Es amor, misericordia y compasión. Nada del ser poderoso que espera de nosotros vasallaje. Nada del juez que analiza con meticulosidad nuestras acciones. Nada del impasible que defiende su gloria por encima de todo. Las tres parábolas insisten en la búsqueda, por su parte, del hombre, aunque se haya extraviado.
Hoy podemos apuntar a Dios con mucha más precisión que los evangelios, porque tenemos mejor conocimiento del hombre y del mundo. Hoy sabemos que Dios no es un ser, ni siquiera el más sublime de todos los seres. Lo que es, lo ha dejado plasmado en cada una de sus criaturas. Dios no puede ser aislado de la creación. No es ni cada criatura ni el conjunto de lo creado; pero tampoco es algo al margen, que se encuentra en alguna parte fuera de la creación. Debemos superar el concepto de creación que hemos manejado hasta la fecha. La creación es la manifestación de Dios que no exige un principio temporal.
El Dios de Jesús es don absoluto y total. No un don como posibilidad, sino un don efectivo y ya realizado, porque es la base y fundamento de todo lo que somos. Al decir que es Amor (ágape) estamos diciendo que ya se ha dado totalmente, y que no le queda nada por dar. Jesús no vino a salvar, sino a decirnos que estamos salvados. Un lenguaje sobre Dios, que suponga expectativas sobre lo que Dios puede darme o no darme, no tiene sentido.
Si somos capaces de entrar en esta comprensión de Dios, cambiará también nuestra idea de “buenos” y “malos”. La actitud de Dios no puede ser diferente para cada uno de nosotros, porque es anterior a lo que cada uno es o pueda llegar a ser. El Dios que premia a los buenos y castiga a los malos es una aberración incompatible que el espíritu de Jesús. Dios no nos ama porque somos buenos, al contrario, somos “buenos” porque hemos descubierto lo que hay de Dios (Amor) en nosotros. Somos “malos” porque no hemos descubierto a Dios.
Alguno puede pensar que, aceptar la misericordia de Dios invita a escapar de la responsabilidad personal. Si Dios me va amar lo mismo siendo bueno que siendo malo, no merece la pena esforzarse. Esta reflexión indica que no hemos entendido nada del evangelio. Nada más contrario a la predicación de Jesús. La misericordia de Dios es gratuita, eterna e infinita, pero no puede afectarme hasta que yo no la acepto. Creer que puedo acogerme a la misericordia sin responder a su búsqueda es entender la relación con Dios de una manera jurídica y externa. La actitud de Dios para conmigo debe ser el motor de cambio en mí.
La máxima expresión de misericordia es el perdón. Entender el perdón de Dios tiene una dificultad casi insuperable, porque nos empeñamos en proyectar sobre Dios nuestra propia manera de perdonar. Nuestro perdón es una reacción a la ofensa del otro. En cambio, el perdón de Dios es anterior al pecado. Dios es solo amor, pero nosotros lo descubrimos como perdón, cuando nos sentimos perdonados, por eso para nosotros está siempre unida al pecado. Para aclararnos un poco, vamos a examinar dos conceptos: cómo podemos entender el perdón de Dios, y cómo podemos entender el pecado.
Dios solo puede amar. Decimos que Dios ama porque Él es amor, no porque las cosas o las personas sean amables. Dios no ama las cosas porque son buenas, sino que las cosas son buenas porque Dios las ama. El perdón en Dios significa que su amor no acaba cuando nosotros fallamos, como pasa entre los hombres. Si nosotros amamos unas criaturas, y no a otras, se debe a nuestra ceguera, a nuestra ignorancia. Ahora comprenderéis lo equívoco de nuestro lenguaje sobre Dios cuando hablamos de su perdón como un acto.
Es ridículo pensar que podamos ofender a Dios. La incapacidad de los cristianos para aceptar a los pecadores se debe a que identificamos los fallos con la persona misma. La persona es una cosa y sus acciones otra. El pecado es siempre fruto de la ignorancia. Para que la voluntad se incline a un objeto, tiene que presentarse como bueno. El entendimiento puede ver una cosa como buena, siendo en realidad mala. Esta es la causa de nuestros fallos. Para superar una actitud de pecado, no debemos apelar a la voluntad, sino al entendimiento.
Si las reflexiones que acabamos de hacer son ciertas, ¿de qué sirve la confesión? Mal utilizada, para nada. Pero si la sabemos utilizar, es uno de los hallazgos más interesantes de los dos mil años de cristianismo, porque responde a una necesidad humana. Somos nosotros, no Dios, quienes necesitamos la confesión como señal de su perdón. La confesión no es para que Dios nos perdone, sino para que nosotros descubramos el mal que hemos hecho y aceptemos el amor de Dios que llega a nosotros sin merecerlo. La confesión es el signo de que yo he fallado, pero también de que Dios ni me falla ni puede fallarme.

Meditación-contemplación
El amor de Dios es anterior a mi propio ser.
Todo lo que soy depende de ese don gratuito de Dios.
Deja que ese Ágape se manifieste a través de tu ser.
Tengo que dejarme encontrar por ese Dios.
Tengo que sentir su energía y dejar que me inunde.
Dios en mí es fuerza trasformadora.

Fray Marcos

miércoles, 4 de septiembre de 2019

JESÚS NO IMPONE, SIMPLEMENTE PROPONE CAMINOS MÁS HUMANIZANTES

Lc 14,25-33
Sigue en camino hacia Jerusalén y Jesús advierte a la multitud, que le seguía alegremente, de las dificultades que entraña un auténtico seguimiento. Les hace reflexionar sobre la sinceridad de su postura. Solo en el contexto del seguimiento de Jesús, podemos entender las exigencias que nos propone. Hace unos domingos, Jesús decía al joven rico: Si quieres llegar hasta el final... Hoy nos dice: si no piensas llegar hasta el final, es mejor que no emprendas el camino. Si no eres capaz de concluir la obra, has fracasado. Si decides caminar con él, deja de caminar en otra dirección.
Una de las interpretaciones equivocadas de este radicalismo, es entender el mensaje como dirigido a unos cuantos privilegiados, que serían cristianos de primera. Jesús no se dirige a unos pocos, sino a la multitud que le seguía. Pero lo hace personalmente. “Si uno quiere...” La respuesta tiene que ser también personal. No hay cristianismo a dos velocidades; una la de los clérigos, y otra la de los laicos. Esta visión, no puede ser más contraria al mensaje. Todos los seres humanos estamos llamados a la misma meta.
No se trata de machacar o anular el instinto (es lo que hemos predicado con frecuencia). Sería una tarea inútil porque el instinto es anterior a mi voluntad y escapa a su control. Se trata de que el instinto no sea manipulado por la voluntad, torciéndolo hacia una chata obtención de placer. El fin que el instinto quiere garantizar, es bueno en sí. El placer que ha desplegado la evolución es un medio para garantizar el objetivo. Si nuestra voluntad convierte el placer en fin, estamos tergiversando el instinto.
Tres son las exigencias que propone Jesús: 1ª.- Posponer a toda su familia. 2ª.- Cargar con su cruz. 3ª.- Renunciar a todos sus bienes. Las tres se resumen en una sola: total disponibilidad. Sin ella no puede haber seguimiento. No es fácil entender bien lo que Jesús propone. La manera de hablar nos puede despistar. En una lengua que carece de comparativos y superlativos, tiene que valerse de exageraciones para expresar la idea. Lo notable es que se haya mantenido la literalidad en el texto griego, que dice “misei” = odia, aborrece, ten horror. No podemos entenderlo al pie de la letra.
Tampoco podemos ignorarlas. Son como los famosos “koan” del zen. Tienen que hacernos trascender la formulación y meternos por el camino de la intuición. Fallamos estrepitosamente cuando queremos comprenderlas racionalmente. La verdad que quieren trasmitir no es una verdad lógica, sino ontológica. No podemos entenderla con la razón, pero podemos intuir por dónde van los tiros. Para la primera exigencia la clave está en: “incluso a sí mismo”. El amor a sí mismo puede ser nefasto si se refiere al falso yo que lleva al egoísmo. El ego tiene también su padre y su madre, sus hijos y hermanos.
El amor a la familia puede ser la manifestación de un egoísmo amplificado, que busca afianzar el individualismo en los “yoes” de los demás. Lo que se busca en ese amor es mi egoísmo, sumado al egoísmo de los demás. Ese yo ampliado es mucho más fuerte y asegurar mejor el pequeño yo de cada uno. El seguir a Jesús está basado en el amor. Pero el amor que nos pide no está reñido con el verdadero amor al padre o a la madre. Si el seguimiento es incompatible con el amor a la familia es que está mal planteado. Seguir a Jesús nos enseñará a amar más y mejor también a nuestros familiares.
Otro problema muy distinto es que ese seguimiento provoque en los familiares la oposición y el rechazo, como le pasó al mismo Jesús. Entonces no se puede ceder a las exigencias del instinto, porque está maleado. Si los familiares, muy queridos, te quieren apartar de tu verdadera meta, está claro que no puedes ceder. El hombre alcanza su plenitud cuando despliega su capacidad de amor, que es lo específicamente humano. Este amor no puede estar limitado, tiene que llegar a todos. Por eso el profesar un verdadero amor a una persona no puede impedir ni condicionar la entrega a otros.
Cargar con la cruz hace referencia al trance más difícil y degradante del proceso de ajusticiamiento de un condenado a muerte de cruz. El reo tenía que transportar él mismo el travesaño de la cruz. Jesús va a Jerusalén precisamente a ser crucificado. No olvidemos que los evangelios están escritos mucho después de la muerte de Jesús, y la tienen siempre presente. Está haciendo referencia a lo que hizo Jesús, pero a la vez, es un símbolo de las dificultades que encontrará el que se decide a seguirle. Una vez emprendido el camino de Jesús, todo lo que pueda impedirlo, hay que superarlo.
Renunciar a todos sus bienes.Recordemos que a los que entraban a formar parte de la primera comunidad cristiana se les exigía que pusieran lo que tenían a disposición de todos. No se tiraba por la borda los bienes. Solo se renunciaba a disponer de ellos al margen de la comunidad. El objetivo era que en la comunidad no hubiera pobres ni ricos. Hoy sería imposible llevar a la práctica este desprendimiento. Pero podemos entender que la acumulación de riquezas se hace siempre a costa de otros seres humanos. Hoy tendríamos que descubrir que lo que yo poseo, puede ser causa de miseria para otros.
Debemos aclarar otro concepto. El seguimiento de Jesús no puede consistir en una renuncia, es decir, en algo negativo. Se trata de una oferta de plenitud. Mientras sigamos hablando de renuncia, es que no hemos entendido el mensaje. No se trata de renunciar a nada, sino de elegir lo mejor. No es una exigencia de Dios, sino una exigencia de nuestro ser. Jesús vivió esa exigencia. La profunda experiencia interior le hizo comprender a dónde podía llegar el ser humano si despliega todas sus posibilidades de ser. Esa plenitud fue también el objetivo de su predicación. Jesús nos indica el camino mejor.
En cuanto a las dos parábolas, lo que propone Jesús es que no se puede nadar y guardar la ropa. Queremos ser cristianos, pero a la vez, queremos disfrutar de todo lo que nos proporciona la sociedad de consumo. No tenemos más remedio que elegir. Preferir el hedonismo es un error de cálculo. Las parábolas quieren decirnos que se trata de la cuestión más importante que nos podemos plantear, y no debemos tratarla a la ligera. Es una opción vital que requiere toda nuestra atención. Nuestro problema hoy es que somos cristianos sin haber hecho una clara opción personal.

Meditación-contemplación
Jesús no impone nada, simplemente propone.
Las condiciones no las impone él:
son exigencia de la misma naturaleza humana.
Solo la sabiduría puede llevarme a la meta.
Mientras no alcance esa luz, andaré dando tumbos.
Descubierto el tesoro, todo lo demás pierde valor.

Fray Marcos