Domingo II de Navidad
4 enero 2015
Evangelio de Juan 1, 1-18
En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios.
Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.
En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.
Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
¾ Este es de quien dije: “El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo”.
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
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VER A DIOS EN TODO
En estos días en que la Iglesia celebra el nacimiento de Jesús, la liturgia propone reiteradamente la lectura de este “Prólogo” del cuarto evangelio. Como si, frente al riesgo de quedarnos en las figuras del nacimiento, quisiera invitar a que miremos más allá, hasta ver a Jesús “en el seno del Padre”.
De ese modo, nos introduce en una paradoja admirable: “A Dios nadie lo ha visto jamás” y, sin embargo, se le ve en ese bebé.
En esa paradoja, se encierra el Misterio de lo Real: lo invisible y lo visible no son sino las dos caras de la única Realidad, que es no-dual. Ni nuestros sentidos ni nuestros órganos neurobiológicos pueden acceder a lo invisible; sin embargo, se hace manifiesto en todo lo que percibimos.
Tal como afirma algún físico moderno, en el corazón de la materia se esconde la consciencia. Algo similar se tendría que afirmar desde la mejor teología cristiana: no hay nada donde no se vea a Dios.
En una ocasión, una maestra de infantil pidió a los niños y niñas que dibujaran lo que quisieran. Cada cual se puso a la tarea, mientras la maestra iba recorriendo la sala y observando lo que hacían. Al llegar a una niña, le preguntó:
— Y tú, Sara, ¿qué estás dibujando?
— Yo dibujo a Dios, señorita, respondió la niña.
— Pero, Sara, si nadie sabe cómo es Dios…
— Espere un poquito, señorita, que en cuanto termine mi dibujo, lo sabrán.
En su candidez, la niña tenía razón: fuera lo que fuera que dibujara, se “vería” a Dios en ello. Sin embargo –de nuevo la paradoja-, cuando pretendemos saber quién es Dios a través de nuestra mente –cuando creemos tenerlo en nuestros conceptos-, caemos en el engaño y la idolatría.
Como dijera Joseph Ratzinger (el que fuera Papa Benedicto XVI), en 1969, “todo intento de aprehender a Dios en conceptos humanos lleva al absurdo. En rigor, solo podemos hablar de Él cuando renunciamos a comprender y lo dejamos tranquilo”.
No se puede pensar a Dios; solo se le puede ver, en la consciencia de que Dios y nosotros somos no-dos. Todos estamos ya “en el seno del Padre”.
Por eso, una de las mayores trampas religiosas consiste en pensar a Dios como un Ente separado. Frente a eso, el “misterio de la encarnación” –la celebración de la Navidad- viene a recordarnos que no hay ni puede haber nada separado de Dios.
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