martes, 29 de septiembre de 2015

EL MATRIMONIO: LUGAR DONDE SE APRENDE A AMAR

Domingo XXVII Tiempo Ordinario
4 octubre 2015

Evangelio de Marcos 10, 2-16        

         En aquel tiempo, se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús para ponerlo a prueba:
         ¾ ¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?
         Él les replicó:
         ¾ ¿Qué os ha mandado Moisés?
         Contestaron:
         ¾ Moisés permitió divorciarse dándole a la mujer un acta de repudio.
         Jesús les dijo:
         ¾ Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
         En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo:
         ¾ Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.

         Le presentaron unos niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban.
         Al verlo, Jesús los miró con ira y les dijo:
         ¾ Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él.
         Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.

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APRENDER A AMAR
        
         La sociedad judía admitía el llamado “repudio”, por el que el marido podía abandonar a la mujer, por “motivos” que, según diferentes escuelas de rabinos, eran más o menos exigentes o ridículos.
         Los estudiosos no se atreven a asegurar que el episodio evangélico que leemos hoy hubiera sucedido realmente en la época de Jesús; parece que hay indicios de que se trataría de un debate posterior, suscitado en la comunidad postpascual, que se intentó cerrar poniendo la respuesta en boca del Maestro. En apoyo de esta hipótesis suelen traer la variante que aporta el evangelio de Mateo, donde se reconoce una excepción, en virtud de la cual el divorcio estaría permitido: “Si alguien repudia a su mujer –a no ser en caso de fornicación [adulterio]- y se casa con otra comete adulterio” (Mt 19,9).

         Sea o no palabra de Jesús, el texto se sitúa en el nivel de los “principios” o, si se prefiere, en el “horizonte” hacia el que aspira toda pareja que siente un movimiento interior a compartir su vida. Pero eso no significa tomarlo en un sentido “normativo”.
         Es evidente que, también en el campo de las relaciones de pareja, como en cualquier otro, mucho depende de los condicionamientos que arrastra cada persona, de las condiciones objetivas, de las dificultades propias de toda relación e incluso del nivel de consciencia donde cada cual se encuentra.
         Dentro de todo ese conjunto de factores –muchos de los cuales, a veces los más decisivos, son inconscientes-, ocupa un lugar destacado lo que cada persona haya crecido –o pueda crecer- en capacidad de amor gratuito.
         Porque toda relación –y de un modo especial, la más íntima- constituye un “campo” privilegiado para ejercitarse en la capacidad de amar, haciendo pie en ella, para crecer en desegocentración y entrega; para experimentar el gozo de un amor que quiere ser cada día más gratuito y servicial.
         Al final, el camino de la sabiduría es el mismo que el del amor.  Ambos conducen a una forma de vida desegocentrada. La sabiduría nos lleva a comprender que todos somos uno, compartiendo la misma identidad; el amor nos hace vivirlo. Aquella nos hace ver que el yo es pura ficción; este nos permite hacer pie en nuestra verdad más profunda.
        
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